La comarca de Las Vegas

La comarca de Las Vegas no sólo ofrece un paisaje precioso: es el entorno perfecto para obtener productos exquisitos, dignos del Madrid más gourmet.
Un reportaje de Carmelo Jordá

A primera hora de la mañana no hay mucho tráfico llegando a Ciempozuelos, "como de costumbre" que diría el señor Google. Salgo de la autovía y la carretera se curva en unos cerros que parecen yermos pero que, paradójicamente, "están llenos de vida y tienen una biodiversidad tremenda", tal y como me contarán después. Esas pequeñas colinas, blanquecinas de sal, van a ser parte de mi reportaje, pero eso todavía no lo sé.

Pasan las ocho y media de la mañana y Ciempozuelos se está desperezando casi como yo mismo. Recorro algunos de sus puntos de interés y he de decir que me sorprenden, como me pasa tantas veces en la Comunidad de Madrid: la iglesia parroquial está vacía, pero es grande y tiene en su altar un cuadro espléndido que me llama la atención desde la misma entrada. "Es un Claudio Coello, estamos muy orgullosos de él" me dicen. Y la verdad es que es para estarlo.

La torre es altísima, recia y esbelta al mismo tiempo y la fuente cercana, dedicada al hijo más ilustre de la villa, el gran Ventura Rodríguez, es sencilla pero coqueta. En su mármol se ven todavía las marcas que dejaban los cántaros de las mujeres que iban a por agua a la única fuente pública que tenía la villa, pese la abundancia de agua que esconde su nombre.

Sal desde el neolítico

En la imponente biblioteca municipal está el centro de interpretación de las Salinas Espartinas, pieza clave de la historia de la villa y una de las cosas que hacen que merezca una visita. Allí me explican cómo esos cerros que he visto al llegar son el último vestigio del mar que anegaba la zona. La sal que se escurría por sus laderas y de su interior ha sido explotada desde el neolítico hasta mediados del siglo pasado.

Aún tienen los arqueólogos mucho que descubrir de las salinas, que llegaron a tener hasta un poblado independiente. También de las cuevas que llenan la zona y de las que se especula que pueden remontarse a época romana y se sabe que fueron usadas en la Batalla del Jarama de la Guerra Civil. Una de las balsas de evaporación es el vestigio más visible de lo que fue durante siglos un negocio próspero y una forma de vida.

Antes de salir corriendo para la siguiente etapa de mi viaje me muestran una pequeña pero sorprenderte parte de las "minas de agua", complejo y gigantesco sistema de bodegas y túneles interconectados que recorre prácticamente todo el subsuelo de Ciempozuelos. No son naturales, en sus paredes se ven aún los golpes de pico de un trabajo que debió de ser titánico y que ahora es un legado llamativo que nos traslada a otras épocas.

Queso puro de estas ovejas

A sólo unos minutos del casco urbano abandono el asfalto para adentrarme en un camino de tierra ancho y cómodo, casi a su final y justo después de atravesar uno de los canales de regadío que empiezan a abundar por esta zona de vegas, llego a Marqués de Mendiola, una quesería que, me han dicho, merece la pena conocer.

Me esperan Antonio Marqués y su hijo, también Antonio, futuro continuador de la empresa familiar. Qué nadie espere las sofisticaciones de un lugar pensado para recibir a hípsters con ínfulas de catadores: Marqués de Mendiola es sólo, o mejor dicho, es nada más y nada menos, que un modesto negocio familiar consagrado a hacer un queso de primera.

Y para ello lo esencial es la materia prima que dan las 800 ovejas de la explotación, que los dos Antonios me enseñan con orgullo en el amplísimo establo. Inquietas y un poco miedosas como corresponde a su condición, los simpáticos animales miran a la cámara con cierta indiferencia a veces y con súbitos brotes de pánico, mientras rumian pacientemente.

Sus propietarios me cuentan que las reses son de raza assaf, una variedad de origen israelí que empezó a extenderse por España a finales de los 70. Dan prácticamente el doble de leche que sus congéneres españolas y su éxito ha sido tal que ya son consideradas una raza autóctona.

Como hacen en las visitas turísticas –¡con cata!– que reciben frecuentemente, los Marqués me muestran los distintos espacios en los que están distribuidas las ovejas, según las particulares circunstancias de cada una. Me cuentan también los estrictos controles sanitarios y genéticos a los que son sometidas y los ciclos que embarazos, partos y lactancia que tiene que atravesar el rebaño para seguir logrando ese milagro de cualquier explotación ganadera: la rentabilidad.

Y mientras hablamos las ovejas no paran de rumiar y surge el tema de la alimentación, que es una mezcla cuidadísima de granos y pajas y complementada con los pastos que comen durante los paseos diarios por la finca.

Un sabor único

Todo ese mimo se traslada luego a la elaboración completamente artesanal de los quesos, con leche cruda y sin nada que no sea natural –"no hay ningún químico"– y un proceso en el que cada paso, desde eliminar el moho que la curación natural va dejando en la cáscara hasta dar la vuelta uno a uno a todos los quesos en la bodega, tiene un par de manos detrás.

El resultado es aún más exquisito de lo que esperaba: en cada bocado la boca se llena de un sabor lácteo intenso, pero además complejo. No puedo presumir de catador, pero hasta un paladar torpe como el mío capta en el fondo los matices herbáceos, naturales, de puro campo que tenía la leche original y el proceso sencillo no sólo ha respetado, sino que ha potenciado.

Con mucho éxito en los mercados internacionales y en certámenes de cata por todo el mundo, Marqués de Mendiola no sólo hace un queso excelente sino que innova con variedades –al vino, con pasta de ajo, en pimentón, ahumado en ceniza...– con las que dar un aire nuevo al queso de siempre.

Los olivos de siempre, en otro olivar

Queso y aceite son una dupla gastronómica que muchas veces va unida, así que me resulta completamente natural que al salir de Marqués de Mendiola mi próximo destino sea la almazara de Oleum Laguna, en Villaconejos, donde ya me espera Pedro Laguna, el apasionado del aceite que ha puesto en marcha, con su hermana Pilar, un proyecto deliciosamente sorprendente.

En sólo unos años Oleum Laguna ha empezado a producir aceites de una calidad excepcional que también están colmados de éxitos internacionales, el último esta misma primavera en un certamen en Japón. Para explicarme cómo lo ha logrado Pedro me acompaña, en primer lugar, a uno de sus olivares, en el que miles de olivos de las variedades arbequina y cornicabra se alinean en unas hileras perfectas. Plantas aún jóvenes en las que incluso un ojo inexperto como el mío adivina un cuidado que casi es más mimo.

A muchos les sorprenderá el aspecto de la plantación, que tiene menos que ver con los olivares tradicionales y más con los métodos agrícolas modernos: los árboles se alinean en largas filas recorridas por un sistema de riego por goteo. En la cabecera de cada fila un árbol de una especie diferente ejerce como un control natural antiplagas.

Loa 77, ¿aceite o perfume?

Pedro me lleva a un segundo campo del que salen las olivas con las que se extrae Loa 77, un aceite que va más allá de lo que estamos acostumbrados en todos los sentidos: el bellísimo dorado del líquido se presenta en una lujosa botella de medio litro, que a su vez está dentro de una preciosa caja de un color azulón que es una referencia a las plantas de lavanda que se han plantado entre las hileras de olivos.

No seré yo quien afirme que luego en el aceite queda algo de ese aroma de la lavanda pero, aunque quizá mi percepción esté influida por el hecho de haber visto el campo, tampoco seré el que lo niegue.

Ninguna decisión se ha dejado al azar, por ejemplo: las perfectas hileras permiten la recolección con unas grandes cosechadoras que son el primer paso para lograr algo que es casi una obsesión para Pedro Laguna: evitar que las aceitunas se oxiden antes de la molturación y el aceite pierda con ello calidad. Y como en el campo, ya en la almazara todo está pensado también para lograr lo máximo de cada aceituna: el sistema es complejo, las máquinas son de última generación y por momentos uno diría que estamos en un laboratorio.

Así, cuando Pedro me lleva a la sala de catas en la que recibe a los grupos que visitan Oleum Laguna y me enseña algunos rudimentos de cata de aceite me doy cuenta de tres cosas: los muchísimos matices que hay en cada pequeño sorbo, lo mucho que se puede aprender de ese mundo apasionante y, sobre todo, las ganas que tengo de llevármelo a casa y ponerlo en una ensalada o una tostada.

Una fruta y una forma de vida

Aún me queda una parada más en Villaconejos y, por supuesto, será también a su modo gastronómica: voy a ver el Museo del Melonero que es sin duda uno de los lugares más interesantes y entrañables de la localidad.

Para ello cuento con el mejor guía: Fernando Agudo Platero que es el hombre que ha reunido la mayor parte de los cientos –o miles– de objetos y fotografías del museo. Aperos de labranza, imágenes de fiestas o de jornaleros trabajando, maquetas de las chozas que se construían junto a los campos y en las que familias enteras pasaban varios meses trabajando cada año, etiquetas de las simpáticas marcas con las que se comercializaban…

Fernando me cuenta cómo él mismo pasó buena parte de su infancia en esas chozas, cómo este cultivo era esencial en el pueblo y cómo con el tiempo fue cambiando la forma de hacerlo: nuevas variedades, nuevas formas de tratar la tierra o de organizarse…

Les confieso que a priori esperaba poco de la visita, pero según voy avanzando y escuchando a mi acompañante me doy cuenta de que los melones de Villaconejos, los famosísimos melones de Villaconejos, son más de lo que parecen y que hay toda una historia, miles de historias de hecho, en todos esos objetos y todas esas imágenes. No, la verdad es que esta ruta no podía tener un postre más dulce, y discúlpenme la metáfora fácil.