
Dice la nota de prensa la Academia sueca de las ciencias, que el Premio Nobel de Economía (Premio en Ciencias Económicas del Banco de Suecia en Memoria de Alfred Nobel) de este año está destinado a Joel Mokyr "por haber explicado el crecimiento económico impulsado por la innovación" y a Philippe Aghion y Peter Howitt por "por la teoría del crecimiento sostenido a través de la destrucción creativa".
Lo miras así, en un primer vistazo, y nada parece especialmente novedoso: crecimiento, innovación, desarrollo tecnológico… Casi todas las reseñas se han centrado en lo obvio: los países que más impulsan la innovación son los que más crecen; la clave de la productividad y la riqueza reside en el conocimiento, en saber hacer más con menos, y en hacerlo mejor y más barato; ahorrar y acumular capital tiene que ir unido al conocimiento necesario para utilizar ese capital de la mejor manera posible…
¿Quién va a estar en contra de todo esto? Pues nosotros. Sí, usted y yo. Los habitantes de la Europa de 2025 no queremos ni oír hablar de nada que se acerque a este enfoque. Y los españoles, de los peores.
Hablar de ciencia, de conocimiento o de inventos es lo fácil. Ahí nos sumamos todos. Montas el escenario: un laboratorio, un chico con un microscopio o una chica montando un robot… y aparece en 10 minutos el político de turno para hacerse la correspondiente foto.
Pero es que esto es sólo la cara A de la noticia. Ayudar a un chico que está desarrollando algo puede parecer inocuo. Tienes un ganador claro y nadie que pierde. Incluso te puedes poner la medalla del que sostiene la ciencia y la innovación. Pero es mentira, claro. Si lo que ese chico está haciendo es realmente rompedor, su experimento implicará mucho daño, muchos perdedores, numerosas quejas. Desde el que sostenía la tesis que el nuevo invento pone en peligro al que se ganaba la vida aplicándola.
Porque, además, sería un error poner el foco sólo en la parte científica. De nuevo, miramos lo fácil. En realidad, el crecimiento económico llega cuando esos avances de laboratorio alcanzan la vida real: a la industria, al cacharro que tenemos en casa. Entonces sí, lo vemos más claro: una industria que nace casi siempre es la otra cara de la que muere (del carromato al automóvil, del carrete a la cámara digital). Un nuevo cacharro implica abandonar el anterior.
En todo esto, la tecnología ("conjunto de teorías y técnicas para el aprovechamiento práctico del conocimiento científico") es al menos igual de importante que la ciencia. De hecho, como explica Matt Ridley en "Las claves de la innovación", en muchas ocasiones incluso la antecede: primero, a través de un proceso de prueba y error, descubrimos que algo funciona y es útil; y luego nos ponemos a averiguar por qué es así (es decir, cuál es el principio científico que explica lo que habíamos inventado casi sin saberlo).
Aquí es donde llegan las dificultades. Porque los que fabricaban el anterior cacharro protestan. Porque el nuevo no sabemos dónde nos llevará. A veces es un cambio en nuestra vida (como el móvil, para bien o para mal); a veces es el típico invento que en los primeros quince minutos atrapa nuestra mirada y luego en realidad descubrimos que no era para tanto. Pero eso nunca lo sabremos hasta que no lo probemos. Por supuesto, también está la otra pregunta incómoda: ya no es sólo si lo nuevo es mejor o peor, sino quién lo fabrica. ¿Queremos que triunfe algo que es un avance pero que destroza nuestra principal industria?
La única manera de que la innovación sea real es que permitamos que destruya lo anterior si así lo deciden sus beneficiarios (los que intervienen en el mercado). Y en eso no estamos. Ni en Europa ni en España. Decimos que sí cuando toca la foto en el laboratorio, pero en realidad nuestro día a día político, mediático y social gira en torno a la protección de los privilegios de los que innovaron hace tres o cuatro décadas, de los que están frente a los que llegarán, de lo conocido a lo por conocer. Miren la actitud de los partidos españoles (y aquí les diría que es muy similar de izquierda a derecha) ante cualquier posibilidad de que algo cambie la manera en la que hacemos las cosas. De la política de vivienda a la burocracia industrial, de los acuerdos comerciales a la política agraria comunitaria. El principio siempre es el mismo: mirar con recelo lo recién llegado y proteger lo que ya está.
Y con un añadido que lo complica todo todavía más. De vez en cuando (por ejemplo, con la política energética o el sector del automóvil) decidimos impulsar la innovación irreal, la artificial, la burocrática: es decir, la que organiza desde arriba la política. Desde hace medio siglo, esto es Europa (y dentro de Europa, con especial intensidad, Francia, Italia, España): miedo ante los avances reales, protección de lo que se está quedando anticuado, impulso de novedades que nadie ha pedido pero quedan bien en el cartel de propaganda política.
Ahora nos pondremos todos a leer a Mokyr (intuyo que lo mejor del Nobel de este año es que se traducirán sus libros y se reeditarán los que ya estaban en castellano; lo que yo le he leído, como The gifts of Athena: historical origins of the knowledge economy, es excelente). Y pensaremos, "qué tipo tan bueno, es verdad que el conocimiento y el descubrimiento son fundamentales para explicar el crecimiento". Pero en el fondo de nuestro corazoncito sabemos que no nos lo creemos. No queremos que las cosas mejoren, queremos que se queden donde están.
Eso es Europa ahora mismo: miedo, complacencia y política. Somos los que creamos una agencia de control de la inteligencia artificial antes de tener una gran empresa dominadora en ese ámbito. Y los que el único sector que han decidido trastocar por completo, sin que nadie lo exigiera (el del transporte, especialmente en lo que tiene que ver con el automóvil de combustión), es aquel sector en el que eran líderes y que mejoraba año a año (los coches de combustión son ahora muchísimo más eficientes que hace unas décadas).
Es verdad que esto nos da un panorama único. Porque esta combinación (detener la innovación en todo salvo en aquello que dominas y que genera muchísima inversión en I+D) no se le hubiera ocurrido ni al tipo más brillante del planeta. Ni a él, ni al que asó la manteca.
