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¡A las barricadas… por el triunfo de Baltasar Garzón!

Dos interminables horas de acto en el que apesebrados revolucionarios de salón han dado rienda suelta a sus más bajas pasiones. Todo para apoyar a Baltasar Garzón presionando de paso al juez Varela. Han tenido que resucitar a Franco, a la República e inventarse una inexistente extrema derecha.   

Dos interminables horas de acto en el que apesebrados revolucionarios de salón han dado rienda suelta a sus más bajas pasiones. Todo para apoyar a Baltasar Garzón presionando de paso al juez Varela. Han tenido que resucitar a Franco, a la República e inventarse una inexistente extrema derecha.   

Lluvia, ambiente desapacible, cielo encapotado, el tráfico imposible… los sindicatos no podrían haber elegido día peor para celebrar su multitudinario acto de apoyo al juez Baltasar Garzón. El lugar, la Facultad de Medicina de la Complutense, en el centro mismo de la Ciudad Universitaria a dos pasos mal contados de la boca del Metro. A las 11 la hilera de asistentes se apresura por el caminito enlosado que conduce a la puerta de la Facultad. Procuran no salirse de él para no acabar embarrados. O todos están en la calle o esto va a ser un acto realmente multitudinario. Lo segundo.

Dentro de la Facultad los organizadores pastorean a los asistentes hasta la planta segunda donde se celebrará el esperado acto. En la puerta Toxo y Méndez atienden a los medios, muchos más de lo que cabría esperar, los cámaras hacen malabarismos para conseguir un plano, mientras, en la sala, ya no cabe un alma. El acto comienza, tal y como estaba previsto, a las once y media en punto. Puntualidad británica para un voluntarioso mitin castizo e hinchado de ideología.

La presentadora se presenta. “Hola, bienvenidos, soy Emma Cohen”. Viene en nombre de la Unión de Actores. El otro sindicato, el de la zeja, aunque a estas tempranas horas de la mañana no organiza saraos, procura estar presente allá donde haga falta, no vaya a ser que alguien pase lista. La presentación tibia, la aceituna del Martini Bianco que preludia lo que va a venir después, un estofado indigesto sacado de otros tiempos, con corifeos, espontáneos y banderitas. Tras Emma Cohen se atusa el traje Carlos Berzosa y, con la parsimonia que exige el cargo, coloca sus manos sobre un diminuto atril de metacrilato y lo mira fijamente, tal vez porque es una metáfora de sí mismo.

Al Rector le toca la apologética. Que si Garzón es un ejemplo, que si tiene una capacidad de trabajo fuera de lo común, que si honesto y decente a más no poder… El público, entregado, le interrumpe para aplaudir. Berzosa asoma esa sonrisilla ratonil tan suya y no termina de creérselo. El siguiente plato lo sirve Carlos Jiménez Villarejo, ex fiscal y tío de la ministra de Sanidad. Media hora de discurso monótono sin más silencios que algún aplauso, plagado de interminables notas blancas y mucho timbal. Franquismo para arriba, falange para abajo, ultraderecha a un lado, Gürtel al otro. En el clímax se deja llevar y asegura ante un auditorio literalmente arrodillado que ciertos jueces son cómplices de las torturas del franquismo. ¡Plas, plas, plas! ¡Pero que antifranquistas que somos 35 años después de morir Franco!

Se produce, al filo de las doce y media, el relevo generacional. Una estudiante de Derecho de fondo y forma leirepajinescas hace suyo el atrilillo. Adagio en sol menor. Se llama Sara Bonmati y a ella le corresponde bajar el pistón y recurrir a la lágrima, al recuerdo de los que murieron vilmente asesinados (y asesinadas) durante la guerra y después. Pero tan sólo le alcanza la memoria para los de un lado. No se acuerda, claro está, de los del otro, ni los del lado de los buenos liquidados por sus propios camaradas. Los de la memoria son así de selectivos. El público se encoge en sus butacas, al menos el que tiene butaca, porque muchos están de pie o andan tirados por el suelo como si se estuviese celebrando una asamblea y fuera a aparecer Raimon con la guitarra en cualquier momento.

Lo de Bonmati ha sido un intermezzo sin más trascendencia. Su compañera y tocaya Sara Porras, de la Facultad de Ciencias Políticas, se levanta decidida y saca la artillería pesada. Más aperroflautada que la anterior e infinitamente más peleona, Porras recita de memoria el catecismo progre de la Guerra Civil, el franquismo y la memoria (siempre selectiva) de todo aquello. Termina, para calmar los ánimos, leyendo una lista de represaliados que se hace interminable porque, después de cada nombre, hay que aplaudir.

Es la una y, por fin, los convocantes del acto se levantan de los butacones. Lo hacen a la par, Méndez habla primero: dos simplezas, Toxo lo hace después: otras dos. En total cuatro simplezas recurrentes que pueden resumirse en que Garzón es muy bueno, el franquismo muy malo, la ultraderecha malísima y Gürtel no digamos, el peor caso de corrupción de la historia de España. Y lo dice el secretario general del sindicato de la PSV, aquella cooperativa sindical de viviendas que salió como el rosario de la aurora. Mira a Pasqual Maragall, sentado en la primera fila, y le pone como ejemplo de lucha contra el franquismo, ¡a él, que fue asistente personal del alcalde franquista de Barcelona! Para ese viaje bien podría haberse buscado a otro. Se ve que la amnesia le afecta con especial severidad. Toxo así, como desganado, lee una cuartilla doblada y con orejas para repetir exactamente lo mismo que su homólogo ugetero.

Para levantar los ánimos de la parroquia, anuncian que entre los asistentes se encuentra una delegación de las Madres de la Plaza de Mayo. Éstas, que lo estaban deseando, se levantan y saludan al respetable. No son, en rigor, madres sino abuelas, y vienen acompañadas de una nieta. Todas de la plaza de Mayo, eso sí. Como el chute argentino no basta, un espontáneo saca una bandera republicana con la leyenda “Viva Garzón” para que el patio de butacas entre en éxtasis. Y entra, y aplaude, y alguno grita ¡Viva!

Los ponentes posan para la foto final y cada mochuelo a su olivo. La Facultad de Medicina con sus paredes blancas, su orden y sus estudiantes estudiando no parece una Facultad de la universidad pública. Por unos momentos la horda de memoriantes garzonitas la atraviesa camino de la puerta principal, ancha y majestuosa precedida de una escalinata. Allí, uno de los asistentes, visiblemente emocionado, me pide un cigarrillo, “es que tengo un mono que no veas, ha sido un poco largo”. Sí, demasiado, pero todo sea por la causa.    

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