En ocasiones, las televisiones se empeñan en mantener estrellas opacas, rostros sin carisma ni telegenia, personajes que bien podrían estar vendiendo cepillos y aspiradoras a domicilio. Un buen ejemplo es Ramón García, un muchacho estupendo para estar detrás del mostrador de una tienda de ultramarinos atendiendo a las comadres del barrio, pero no para estar delante de una cámara ante millones de espectadores durante horas y horas. La permanencia del presentador bilbaíno en Televisión Española es toda una incógnita. No es alto ni apuesto, tampoco elegante. Su único mérito tal vez sea el desparpajo con el que presenta sus programas. Un desparpajo propio de feriante vocinglero que utiliza su verborrea para mantener mareada a su audiencia.
Pese a ser de Bilbao y sentirse orgulloso de serlo, Ramón García no se comporta con la gravedad jesuítica de Javier Arzallus. Todo lo contrario. Su modelo de conducta en los escenarios televisivos se asemeja más bien al de los cantarines presentadores de los concursos de la televisión italiana. No es la única semejanza. Ramón García viste con la misma falta de gusto que sus colegas transalpinos. Pretende ser clásico y elegante, pero con detalles de hombre del espectáculo. Por eso recurre a esos vistosos pero anticuados corbatines y a esas capas de galán decimonónico cuando presenta cada año las doce campanadas.
Antes de contraer matrimonio y dejar de ser un soltero de oro, las guías de televisión y las revistas del corazón solían comentar que Ramón García era el yerno perfecto. Era una definición acertada, pero que también podía entenderse como una maldad, puesto que no todas las suegras españolas, por muy dicharacheras y pesadas que sean, están dispuestas a soportar en su familia a un personaje que gesticula y no calla. Sin duda, Ramón es un chico formal, buena persona, incapaz de romper un plato, pero tanta corrección resulta tan empalagosa como irritante. La culpa no es toda suya. Si presentase un concurso de media hora en horario vespertino, como el de Carlos Sobera o Silvia Jato, su presencia no sería tan cargante. El problema es que siempre le asignan concursos maratonianos de ritmo frenético y pruebas disparatadas como Grand Prix o ¿Qué apostamos? No resulta fácil para nadie mantener la frescura y el encanto en este tipo de programas en los que el espectador encanece y le crece la barba antes de que acaben.
En la trayectoria profesional del presentador bilbaíno debería destacarse también que ha sido el único capaz de lidiar con Ana Obregón y Antonia Dell´Ate sin llegar a las manos. Bien es sabido que las primera señora del Alesandro Lequio detesta profundamente a la segunda, pero la animadversión no fue obstáculo para que la sustituyese en ¿Qué apostamos?, cuando la Obregón se cansó de soportar las duchas frías con las que finalizaba el concurso. Más diplomático que el conde italiano, Ramón García mantuvo un trato cordial con las dos señoras, sin demostrar ningún momento sus preferencias por la una o por la otra.
La entrada en 2002 ha supuesto la defunción de la peseta y el alumbramiento del euro. Semejante acontecimiento histórico debería haber animado a los responsables de Televisión Española a apostar por cambios radicales y renovar los contenidos y los presentadores de la retransmisión de las uvas desde la Puerta del Sol. La televisión pública teme entrar en la modernidad y por eso sigue confiando en Ramón García, siempre tan añejo y previsible en este tipo de actos. La única variante es la señorita en traje de fiesta que acompaña al tuno. Si el año pasado Ramón retransmitió los cuartos junto a Norma Duval, en esta ocasión ha vuelto a explicar cómo se debe sincronizar la ingestión de uvas con las campanadas del reloj en compañía de Paloma Lago. De tantas veces que ha estado presente en la retransmisión el cambio de año se ha convertido en un experto en estos menesteres. Nunca se equivoca, pero no siempre consigue que con sus comentarios a más de algún espectador se le atraganten las uvas.
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