Uno de mis pecados más inconfesables es que Alberto Ruiz-Gallardón participó en la presentación de uno de mis libros. No por mi iniciativa, sea dicho en mi descargo, sino de la organización del acto. Provocó una de las situaciones más infantiles y delirantes que recuerdo. Cuando su papel era de circunstancias, trató de hacerse el brillante –a mi el personaje no me lo ha parecido nunca, es demasiado inmaduro– y se lió. Habló muy rápido, sin que se le entendiera nada, porque no había contenido. Lo más chisposo es que al final de los diversos parlamentos Gallardón fue saludando a los intervinientes –de su partido– para decirles “os he pasado a todos por la izquierda, je, je”. En el sentido popperiano de la contrastación, confirma de plano la veta acomplejada de sus posicionamientos, en los que pretendiendo parecer progre, suele terminar como comparsa del integrismo. Cosa notoria no hace tanto con el hijab, la burka o lo que se tercie.
PRISA lo único que hace, en mi opinión, es aprovechar en su propio beneficio los vericuetos tortuosos que tales complejos generan, no por el miedo a ser calificado de extrema derecha, sino por el temor instintivo a serlo en realidad. Mientras otros se acomodan a su personaje, Gallardón vive en una cierta esquizofrenia moral. Normalmente, como en la presentación de mi libro, no establece sus opiniones respecto a criterios propios, y convicciones reflexionadas, sino que se sitúa en relación a los demás, para “pasarlos por la izquierda”.
El hecho de que tenga un verbo fluido no me parece un criterio de preparación, porque conozco un concurso en el que, vendiendo un peine, hay gente que no se traba en una sola palabra. No le recuerdo una idea sugerente, ni creativa. Nada innovador o ilustrado. Nada que otros no hayan dicho antes y mejor o igual, porque suele repetir lo que dicen dirigentes nacionalistas o de la izquierda, no para pagar peaje –es mi opinión– sino de una manera compulsiva, como una segunda naturaleza.
Con esas evidencias, lo que es un mito es lo de la preparación de Gallardón. La última no tiene pies ni cabeza. El dogma de que la inmigración nada tiene que ver con la violencia, no es fruto de las buenas intenciones, ni de ningún principio moral, sino de una estricta estupidez, de esa extrema que lleva a no reconocer la realidad, y por ende conseguir, a la postre, una colección de dramáticos efectos perversos. Y en eso estamos ya. Pero lo que en la izquierda puede ser simple caos ideológico, búsqueda de una parroquia, por si cuela, incluso instinto de suicidio intelectual, en el caso de Gallardón es mera pose. Se mueve en el nivel más bajo de la estricta estética. Por ejemplo, si Aznar dijera que la inmigración nada tiene que ver con la violencia, Gallardón diría que es manifiesto que el 89,2 % de los presos preventivos en lo que va de año, y por tanto sí hay una relación. No digamos si la postura de Zapatero fuera otra.
Es decir, hay personas que se creen lo de lo políticamente correcto, otros lo asumen como un modus vivendi para sobrevivir en el subvencionado mundo de la inteligencia media, pero Gallardón escucha a los demás y luego sale por donde va el viento, para pasar “a todos por la izquierda, je, je”.
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