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Cristina Losada

Lobotomías socialistas

Pero, ¿qué importan los condenados hechos? Unos son de izquierdas y otros son fascistas. Y no hay más que hablar. Ni que investigar. Ese primer axioma es todo cuanto debe saber un fiel progresista para posicionarse sobre cualquier asunto.

Ronald Radosh, un norteamericano que fue amamantado con la dogmática de Marx, Lenin y Stalin, estuvo de visita en Cuba en los años setenta con un grupo de notables de la izquierda de su país. Fueron a un hospital psiquiátrico y allí descubrieron que, además de internar a los homosexuales por considerarlos enfermos, se dedicaban a practicarles lobotomías a los pacientes. Esta revelación, según cuenta Radosh en su libro "Commies. A Journey Through the Old Left, the New Left and the Leftover Left", conmocionó a algunos de los visitantes. "¡Esto apesta!", exclamó uno a la salida del centro, "la lobotomía es un horror. Tenemos que hacer algo para detenerlo". De inmediato, una de las del grupo, activista de la cuerda de Jane Fonda y su primer marido, clavó su mirada en los demás con infinito desprecio, y soltó: "Tenemos que entender que hay diferencias entre las lobotomías capitalistas y las lobotomías socialistas".

Algo así, aunque aplicado a las sedaciones terminales, les falta por decir a los que tan fieramente defienden a los médicos del Severo Ochoa sospechosos de haber dado muerte a pacientes ingresados en el centro mediante el suministro de dosis letales de sedantes. De momento, lo niegan todo, pero ya han puesto en marcha esa lógica perversa que permite justificar lo injustificable. Han sacado la plantilla ideológica maniquea y agitan ese par de consignas que disuelven toda responsabilidad. Llaman fascistas a los que han decidido investigar y a los familiares de los afectados. Denuncian estrategias para desprestigiar a los médicos –a todos– y al hospital, y alertan de ocultos propósitos: ¡quieren privatizar! En suma, los defensores del grupo de facultativos conocido como Sendero Luminoso se comportan tal y como viene en el manual. Que es un librillo bien conocido y utilizado hasta la náusea. Ahí están, sus líneas maestras, aplicadas ante la masacre del 11-M: parapetarse tras instituciones y colectivos, y arrojar al cubil de la extrema derecha a los que quieren saber la verdad.

¿Y los hechos? Pero, ¿qué importan los condenados hechos? Unos son de izquierdas y otros son fascistas. Y no hay más que hablar. Ni que investigar. Ese primer axioma es todo cuanto debe saber un fiel progresista para posicionarse sobre cualquier asunto, y también sobre éste. Cuando los acusados son de "los nuestros" sólo cabe cerrar filas y gritar al alimón: ¡Fascistas! Eso reconforta mucho, da seguridad. Y, sobre todo, confunde, emborrona y desdibuja. Y deslegitima la investigación en curso. Que es la que se trata de dificultar. Pero, al mismo tiempo, su actitud deja al descubierto que no tienen otra cosa. Nada, salvo ese grito, ese conjuro. Muy ayunos de argumentos han de estar partidos como el PSOE e IU y sindicatos afines frente al gobierno de Esperanza Aguirre para recurrir a un expediente tan sórdido como el de presentar de antemano a los presuntos Terminators como víctimas de la derecha. Claro que cuentan con el espesor de la venda ideológica. Con la renuncia gustosa de tantos a pensar por sí mismos. Con ese peculiar lobotomización, en fin, que produce el sectarismo.

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