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Antonio Robles

En honor de los bomberos vivos y en memoria de los muertos

Uno puede llegar a comprender la defensa de la propia mirada sobre un error o una fatalidad, pero no parece admisible la bajeza del político escudado en su vergüenza, incapaz de dar la cara por los suyos.

Uno da por sentado que, en democracia, el debate político se centra en las distintas concepciones de la "cosa pública". Es la esencia misma de nuestro sistema: el diálogo entre posiciones discrepantes. Cada uno expone sus ideas y las somete a escrutinio público. La discusión atañe a las ideas, se desarrolla en el espacio de los contenidos.

Pero hay ocasiones, como la presente, en que es preciso bajarse del espacio de las ideologías y ocuparse de asuntos procedimentales. Cuestiones que se dan por sentadas y que son, justamente, la condición de posibilidad de nuestro sistema. En una democracia madura, los dirigentes políticos deben ceñir su praxis a una serie de principios irrenunciables –algunos explícitos y otros simplemente tácitos– sobre los que se construye el propio sistema parlamentario.

Son asuntos que se inscriben no tanto en la ideología como en la simple decencia democrática. Empieza a ser urgente hablar de uno de ellos: la asunción de responsabilidades. No me refiero a cuestiones de corrupción. Con estas no hay subordinados ni jefes, sólo delincuentes y a los delincuentes se les denuncia en los tribunales. Y si son del propio partido, antes, por aquello de tenerlos más cerca.

No, me refiero a cuestiones de corrupción, sino a errores sin responsables. Cuando algo no ha salido bien, una de las cosas más ruines es delegar la responsabilidad en los subordinados. Salvar el propio pellejo culpando a todos aquellos vasallos que no han sabido estar a la altura de un dirigente tan competente como tú. Pura miseria moral.

Estas últimas semanas, en Cataluña hemos asistido abochornados a la increíble tramoya mediática al servicio de unos responsables políticos que, en su intento desesperado por salvar el culo, no han dudado en hacer comparecer a un bombero tras otro en una comisión parlamentaria encaminada, más que a dilucidar las responsabilidades políticas de lo acontecido en Horta de Sant Joan, a diluirlas. Allí murieron cinco bomberos. A día de hoy no ha salido ningún responsable político.

No es preciso entrar en el detalle de lo que allí se trató, sino de señalar la escenificación de la carencia de clase de nuestra clase política. Una comisión de encorbatados y relamidos políticos sometiendo a escarnio público al cuerpo de bomberos. Algunos ni siquiera sabían lo que era la presión de una manguera. Pero pontificaban. Pasaron por allí todos, no sólo los altos cargos, también los bomberos de a pie que compartieron con los fallecidos el infortunio de aquellas horas trágicas.

Se les preguntó, se les volvió a preguntar, se puso en duda su testimonio, se les ignoró, se les colocaron micrófonos para que reconocieran públicamente su incompetencia.

Los dirigentes directos del cuerpo de bomberos del tripartito –los auténticos responsables de la tragedia–, los buitres de la oposición, todos, iban poco a poco construyendo su coartada. Unos para hacerse invisibles, otros para sacar tajada de la tragedia. Ninguno se puso en el lugar del bombero a pide de fuego.

Ante espectáculos como éste, no me extraña que uno de los bomberos se sintiera impotente ante el fuego político de los políticos.

Tenemos derecho a vivir en un país donde las autoridades, cuando algo salga mal, en lugar de esfumarse, salieran a la palestra a reconocer su responsabilidad y, sobre todo, a defender la dignidad de sus subordinados, cuando sus subordinados hayan sido convertidos injustamente en chivos expiatorios.

Uno puede llegar a comprender la defensa de la propia mirada sobre un error o una fatalidad, pero no parece admisible la bajeza del político escudado en su vergüenza, incapaz de dar la cara por los suyos. O aún peor, para salvar su cargo no duda en robarles el honor a sus subordinados.

La tragedia del fuego de Horta de Sant Joan o el caos tercermundista que siguió a las recientes nevadas nos sirven de ejemplos. La filosofía del tripartito es simple: todos los éxitos son responsabilidad mía, todos los fracasos son culpa de mis empleados. Viendo la reacción de nuestros dirigentes uno no puede menos que admirar aquella impetuosa afirmación con que Margaret Tatcher asumió la responsabilidad de un gravísimo error cometido por sus subordinados, negándose incluso a revelar la identidad del culpable: "¡Fui yo!".

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