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César Vidal

Previsible y aburrido

Previsible y aburrido, sí, pero además inútil y, por añadidura, peligroso.

Había una canción que calificaba al protagonista de "embustero y bailarín". La música no estaba mal, pero, durante un verano de mi infancia, la escuché tantas veces que acabó pareciéndome previsible y aburrida. Es la misma sensación –pero peor– que he sufrido con el debate de la nación.

Rajoy se ha referido a lo mal que estábamos y lo bien que podemos estar; a medidas que, presuntamente, ayudarán a los únicos que pueden crear empleo y a la limpieza de su partido. Todo era de esperar, pero ha eludido referirse a temas que son de especial relevancia, como, por ejemplo, su absoluta inoperancia a la hora de frenar un gasto público que nos está arrastrando a la quiebra, y sus treinta subidas de impuestos en el último año, que han asfixiado las posibilidades de superar la crisis y aumentado el paro en tres cuartos de millón de personas.

Se podrá discutir si Rajoy, con esa manera suya de decir que "no pero sí, aunque cualquiera sabe", ha mencionado el peligro que significa el nacionalismo catalán, pero, desde luego, no se ha referido a cuestiones que preocupan a sus votantes, como la independencia judicial, los infinitos pesebres de la administración que mantiene como Davy Crockett pretendía mantener las barricadas del Álamo, la ley de memoria histórica, el aborto según Aído y, sobre todo, ETA y su presencia en las instituciones.

Previsible y aburrido. No lo ha sido menos Rubalcaba. Salpicado por las más inmundas cazcarrias de las últimas décadas, el que fue portavoz de los gobiernos de la corrupción y de los GAL con Felipe González y ministro del interior de ZP durante el caso Faisán y el mal llamado proceso de paz ha pretendido dar lecciones de moral y lo único que ha conseguido es dar arcadas. Arcadas, dicho sea de paso, que se han convertido casi en vómito cuando ha pretendido que la más que maltrecha constitución sea violada una vez más por esa fuerza insaciablemente codiciosa y depredadora de la libertad que se conoce como nacionalismo catalán, o que todavía se pueden subir más los impuestos.

En otras palabras, mientras el uno ha intentado convencernos de que está bien lo que marcha de manera más que discutible y de que lo que resulta esencial tiene tan poca importancia que se puede obviar; el otro ha representado un papel similar al de la Pompadour enseñando cómo conservarse casta y pura. Claro que si queremos ser ecuánimes, una vez que han empezado a desfilar los nacionalistas por la tribuna, comenzando por ese paradigma del fariseísmo de la peor especie y habitante del Palace llamado Duran i Lleida, Rubalcaba parecía menos malo y Rajoy hasta podía pasar por regular.

Previsible y aburrido, sí, pero además inútil y, por añadidura, peligroso. La verdad es que, puesto a contemplar esperpentos, prefiero seguir historias como las de Borreguero, Peribáñez y Castiñeiras. Al menos son entretenidas y el final nadie puede imaginarlo. 

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