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Cristina Losada

Dejemos que el regeneracionismo descanse en paz

El regeneracionismo original era 'antipolítico' y el nuevo también. Por eso ha tenido recorrido.

El regeneracionismo original era 'antipolítico' y el nuevo también. Por eso ha tenido recorrido.

Pocos vocablos políticos han tenido tanta vida y, en realidad, tantas vidas en España como el regeneracionismo. No por casualidad ha vuelto a resucitar en tiempos de crisis. En estos años se ha convertido en lugar común afirmar que España necesita un proyecto regeneracionista, y no pocos partidos han introducido el término en su discurso. Algunos tal vez lo dicen simplemente porque suena bien o está de moda, pero todos emplean el término porque entraña un diagnóstico (de gravedad) y un remedio a la altura (de la enormidad) del mal.

Sepan o no con exactitud qué están diciendo cuando dicen "regeneracionista", apuntarse al regeneracionismo implica que todo o casi todo "está podrido" y que "hay que cortar por lo sano". Implica una visión tremendista, una preferencia por las enmiendas a la totalidad y una voluntad de cambiar España de raíz. Esto era así en el regeneracionismo original, y me temo que esas siguen siendo las claves que explican su atractivo actual. Hay en el término una promesa de radicalidad que seduce a muchos en épocas críticas. Viene a ser una versión sofisticada del coloquial "a grandes males, grandes remedios".

Acabo de leer Sueño y destrucción de España. Los nacionalistas españoles (1898-2015), de José María Marco, y no sólo recomiendo el libro en general: se lo recomiendo a los nuevos regeneracionistas, sobre todo a los políticos que un tanto alegremente adoptan el término. Porque el regeneracionismo es antipolítico, como explica Marco. Surge en la crisis del liberalismo de fines del XIX y contribuye a ella. El liberalismo, dice Marco, había creado espacios donde pudieran expresarse las diferencias y los conflictos. El regeneracionismo requiere que todo eso quede anulado en la restauración de una armonía primigenia. Como indica el propio término, el regeneracionismo es organicista: tiene una visión orgánica de la sociedad.

Se asombrarán seguramente algunos, pero Joaquín Costa y todos los regeneracionistas, como analiza brillantemente Marco, incorporan los motivos, los diagnósticos y las propuestas de los movimientos nacionalistas que empiezan a triunfar en Europa. Consideran que el liberalismo ha fracasado en la construcción de la nación, y que la nación verdadera debe construirse mirando atrás, sobre la comunidad primitiva, las lenguas primigenias y las formas de vida colectivas previas a la constitución del individuo, la razón, la libertad y la política. Su ideal, por así decir, es una convivencia de la que está excluido el pluralismo, en la que reine la unanimidad. Se aprecia ahí bien su íntima relación con el nacionalismo.

El regeneracionismo original era antipolítico y el nuevo también. Por eso ha tenido recorrido. Porque señala a la política y a los políticos como la raíz de los problemas, y en esto coincide con la noción que se ha popularizado: "Los políticos son los culpables"; noción que también ha dado alas al populismo. Es más, coincide con la idea igualmente extendida de que la política puede y debe transformar la sociedad. En cualquiera de sus versiones, la original y la reciclada que ahora circula, el regeneracionismo lleva consigo un ánimo de hacer tabla rasa y una creencia en grandes y definitivas soluciones, que aleja a la política y a los ciudadanos de la realidad, del pragmatismo y de la transacción. Mejor sería dejar que el regeneracionismo descanse en paz. Alguna vez tendremos que abandonar la costumbre de regresar al 98.

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