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Santiago Navajas

'Barbijaputa': pobre feminismo de cuota

Este clase de feminismo está causando estragos tanto en la dignidad de las mujeres como en el Estado de Derecho.

El anónimo Barbijaputa, tuitero y articulista de eldiario.es (¿heterónimo transgénero de Ignacio Escolar?), publicó un artículo titulado "¿Para qué el feminismo existiendo el liberalismo?" en el que implícitamente reconoce que el ascenso del feminismo liberal está poniendo contra las cuerdas al feminismo de género. "Implícitamente" digo porque no hay mayor reconocimiento a algo que tratar de ignorarlo. Barbijaputa debería haber titulado su artículo, si tuviera un poco de honestidad intelectual, "¿Para qué el feminismo de género existiendo el feminismo liberal?". Pero ello significaría abandonar el habitual postureo victimista de ese tipo de feminismo que, convertido en secta feministoide y lobby a la búsqueda de rentas y privilegios institucionales, está haciendo estragos tanto en la dignidad de las mujeres –a las que trata de convertir en meras cuotas, de manera similar a como el machismo habitual las reducía a floreros– como en el Estado de Derecho, al que le ha metido un gol con la Ley de Violencia de Género, un engendro jurídico y una aberración ética que vulnera el principio de igualdad ante la ley y la presunción de inocencia y socava la responsabilidad personal.

La ideología de género es sólo una más de las manifestaciones del pensamiento colectivista que conduce al prohibicionismo en lo político, el puritanismo en lo moral y la agresividad en las reivindicaciones. Dicho pensamiento colectivista está convirtiendo en un erial académico las universidades norteamericanas, donde grupos de activistas de extrema izquierda, pertenecientes a minorías radicalizadas y resentidas, están cercenando la libertad de expresión, base de la racionalidad crítica, justificando su intento de imponer un despotismo estudiantil en la pretendida lucha contra el "imperialismo, la supremacía blanca, el capitalismo, el heteropatriarcado y el falocentrismo".

Estamos como en 1926, cuando Julien Benda publicó La traición de los intelectuales. Benda señalaba el peligro de la efervescencia de presuntas profundidades misteriosas del alma colectiva, lo que llevaba a que emergiera un populismo que glorificaba los particularismos y los exclusivismos. Es decir, el cierre de la mente universal al tiempo que se adoran los rasgos más idiosincrásicos de cada tribu. Era para Benda la derrota del pensamiento a manos del emotivismo banal, lo que conduciría inevitablemente al enfrentamiento sectario. Pocos años después, el socialismo totalitario, en su doble vertiente hitleriana y estalinista, se desataría como una tormenta de acero sobre las democracias liberales.

Frente a los valores ilustrados que fundamentan tanto la excelencia como la meritocracia, así como la responsabilidad individual y la libertad, las ideologías colectivistas, al estilo del feminismo de género, favorecen el igualitarismo a ultranza y la identidad tribal, que empuja a las personas no hacia la superación vital y la reforma gradualista, sino a enfangarse en la neurosis de una opresión imaginaria y en la entronización del victimismo de clase (social, religiosa o sexual) a través de la revolución violenta. Tras un discurso que trata de hacerlos aparecer como vulnerables y frágiles, los activistas muestran una gran agresividad, empleada para conseguir privilegios, como que sean sus puntos de vista los únicos que puedan ser tenidos en consideración, así como que sean salvaguardados de cualquier tipo de crítica. De ahí el reiterativo uso del anglicismo mansplaining para encubrir una falacia ad hominem de toda la vida, o la costumbre de los escraches, auténticos acosos en los que la violencia se legitima porque los presuntos oprimidos tendrían licencia para matar dialécticamente a sus oponentes políticos. Se trataría de vencer mediante la fuerza, ya que no pueden convencer con razones.

Un ejemplo de estos privilegios aberrantes lo tenemos en el Oberlin College de Ohio –refiere Nathan Heller en The New Yorker–, en el que la matrícula cuesta más de cincuenta mil dólares y donde a un alumno no se le ha ocurrido otra cosa que pedir que la Antígona de Sófocles lleve un aviso en el que se advierta de que puede ser perjudicial para la salud mental del lector, sobre todo si tiene tendencias suicidas. Donde una profesora acusa al Mosad de estar detrás del ISIS y del terrorismo islamista y lo que se plantea no es un conflicto entre la verdad y la calumnia, un asunto que afectaría a la ética del conocimiento y, por tanto, interesante para todas las personas en cuanto que seres racionales, sino entre la comunidad negra, a la que pertenece la profesora, y la comunidad judía. O sea, que se trataría de un mero conflicto de facciones. Cuando un profesor de Derecho pidió que una nueva norma sobre flirteos en la universidad fuese más precisa (ya hasta se especifica cuántos segundos puedes mirar a un alumno a los ojos para que no se considere acoso sexual), un estudiante se dirigió a él a voces para negarle el derecho a hacer esa petición porque era un "hombre blanco cisgénero (sic)" y su cultura no había sido oprimida (dado que el profesor en cuestión era judío, habría que preguntarle al alumno qué clase de opresión puede superar la del Holocausto). Quizá nada más revelador que el intento por parte de los sedicentes "activistas" de que durante un semestre fuesen eliminadas las calificaciones por debajo del C (lo que sería equivalente a que se acabase con el suspenso). O también la versión universitaria del Síndrome de Estocolmo, que llevó a Patricia Hearst a unirse a la banda terrorista que la había secuestrado, y que en Oberlin ha conseguido que una estudiante blanca pida a sus compañeros de raza blanca que se callen en clase para dejar que los estudiantes de las minorías raciales puedan disponer de más tiempo para intervenir, en lo que es la actitud más condescendiente y humillante de una persona blanca hacia las de otros colores de la que he tenido noticia.

El feminismo de género es la versión tribalista del feminismo, del mismo modo que la democracia aria de Hitler o la popular de Lenin representaban la versión racista y clasista, respectivamente, de la democracia. La ideología de género degenera el feminismo. Cabe una defensa liberal tanto del feminismo como de la democracia que signifique el respeto a los derechos individuales, así como el triunfo de la sociedad abierta, frente al despotismo de la identidad y el fraude de la emocionalidad banal.

En un momento dado de nuestro debate, que ya iba perdiendo Barbijaputa por paliza astronómica, quiso echar mano de la carta del victimismo y refugiándose en su aparente condición de mujer tuiteó:

Quería hacer creer que se sentía acosada.

Ésta fue mi respuesta:

En España

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