Suprema paradoja, la innegable capacidad de movilización popular propia del catalanismo ofrece cada año por estas fechas la mejor estampa plástica de su propio talón de Aquiles. Propongo un ejercicio al lector: superponga un mapa físico de Cataluña en el que se resalten los escenarios de las cinco concentraciones del 11 de septiembre último con otro que refleje la dispersión sociolingüística de los habitantes a lo largo del territorio. Desde un plano puramente visual, la asimetría que emerge de inmediato entre esos dos espacios, el imaginario de la nación homogénea que fabrica a diario la propaganda oficial y el real marcado por la fractura lingüística como eje discriminante de las distintas lealtades nacionales, pone de manifiesto a un tiempo el gran éxito y el gran fracaso del catalanismo político desde su nacimiento, ahora va para un siglo y pico. Gran éxito porque ha demostrado ser capaz de agrupar en torno a sí al grueso de las clases medias y menestrales autóctonas. El catalanismo ha logrado consumar una proeza política para nada menor: romper las divisiones de clase, tan arraigadas siempre en la que en tiempos fuera la Rosa de Fuego, para crear sobre ellas un espacio transversal tomando como aglutinante la argamasa emocional de la lengua vernácula.
Pero también de ahí su gran fracaso. Algo que se refleja en esa frustrante impotencia suya para lograr que comarcas como la del Bajo Llobregat –según el último censo, más de 806.000 almas que nacen, viven y mueren en castellano– se incorporen, siquiera de modo testimonial, al proceso. Desde los años 60, cuando la eclosión del primer gran trasvase migratorio peninsular, la suprema fantasía voluntarista del nacionalismo ha sido creer que los nietos del Pijoaparte de Marsé acabarían siendo como Gabriel Rufián. Pensaron que se podría consumar ese ejercicio de lobotomía sociológica utilizando a fondo la red de instrucción pública como instrumento nacionalizador, siempre con el idioma haciendo las veces de canal transmisor de la mercancía identitaria. Pero, resulta más que evidente ya, erraron en su optimismo. Para su desolación, treinta años de uso instrumental de la escuela al servicio de la construcción nacional no han logrado que cuanto Rufián encarna pase de chusca anécdota. Contra lo que ordenaba el guión prescrito, el grado de adhesión de los castellanohablantes al independentismo sigue a día de hoy sin revelarse estadísticamente significativo.
De ahí, por ejemplo, esa forzada equidistancia de la izquierda metropolitana de Barcelona, Colau & Cía., con respecto al asunto, ambigüedad a la que no resulta ajena en absoluto la condición de castellanohablantes de tantos y tantos de sus electores. Sarcasmos de la Historia, los catalanistas con mando en plaza han acabado pareciéndose como dos gotas de agua a la peor de sus pesadillas obsesivas: eso que llaman lerrouxismo, su fantasma más temido. Siempre alerta por si alguien de fuera venía a fracturar la cohesión social del país soñado apelando a la lengua como arma arrojadiza, y al final han sido ellos, y solo ellos, quienes han logrado deshilacharla hasta hacerla irreconocible. "Catalunya será charnega o no será". Allá por los 70, cuando la izquierda local aún no se había dejado colonizar las meninges por los nacional-sociolingüistas, era el lema que aquí compartíamos (casi) todos. Bien, pues no será. Nunca será. Jamás de los jamases será. Hoy, medio siglo después, ya lo podemos decir sin miedo a equivocarnos. ¿La independencia el año que viene? No me hagan reír.