Pronto se cumplirán veinte años del secuestro y asesinato de Miguel Ángel Blanco, que sin duda supuso un punto de inflexión en la apreciación que, sobre todo en el País Vasco, se tenía del terrorismo etarra. Nada fue igual después de ese 13 de julio de 1997. Además, el pasado 19 de junio se cumplían treinta años de la masacre del Hipercor de Barcelona que segó la vida de 21 personas. El próximo primero de julio también se cumplirán veinte años de la liberación de Ortega Lara después de estar secuestrado en zulo durante 532 días, donde los verdugos pensaban dejar que muriese de hambre. No se puede comprender la España de hoy en términos de prosperidad y de libertades sin el sacrificio de los centenares de víctimas de la barbarie terrorista.
Pero cada día siguen produciéndose atentados terroristas con decenas de muertos y de heridos. En lo que va de mes más de doscientas personas han sido asesinadas desde Australia, Pakistán, Irak a Colombia y se han frustrado en la última semana atentados en la Estación Central de Bruselas y en la Gran Mezquita en Arabia Saudita. Estamos sin duda ante la mayor escalada terrorista a nivel mundial de la historia moderna y el terrorismo es hoy el principal enemigo estratégico de todo el orbe como lo fue de España durante décadas.
En Asuntos Exteriores abordamos esta semana cuál es el estado de la cuestión de las víctimas del terrorismo. A pesar de tantas décadas de sufrimiento, los gobiernos no han sabido satisfacer o comprender algunas de las demandas de los familiares de los caídos en esta guerra que cuando surgen parecen novedosas, como si fueran algo repentino y que tardan años en satisfacerse por una burocracia absurda que a menudo esconde muchas incapacidades. El retraso en el reconocimiento de las víctimas en Londres es el último ejemplo de correcciones que los gobiernos deben realizar en la protección y atención de las víctimas.
Intentar desapasionar esta cuestión no es nada fácil cuando son tantos los huérfanos que perdieron a su padre o madre que conviven entre nosotros; cuando son tantas las esposas que vieron sus vidas y sueños truncados porque alguien decidió que esa muerte atendía a un fin superior que lo justificaba.
Todavía en este nuevo siglo, España es el país de Europa que más ha sufrido la lacra terrorista, con 258 víctimas, seguida de Francia con 250 según un informe del Parlamento Europeo que se refiere al periodo 2000-2016. Es decir, seguimos liderando en este nuevo siglo esta trágica estadística. A ello se añaden los más de mil europeos que han sido asesinados víctimas del terrorismo fuera de las fronteras de la Unión Europea en este periodo formando parte de contingentes de paz, organizaciones no gubernamentales o simplemente turistas. El terrorismo constituye sin duda el principal problema al que el mundo se enfrenta y debemos ser conscientes de que la lucha sin cuartel contra el terror debe ser la máxima prioridad.
No podemos comprender lo que supone el terrorismo y el daño que produce si no prestamos atención al modus operandi de estos nuevos verdugos. En 1997, un joven concejal de Ermua, repudiado y maltratado por una gran parte de su pueblo simplemente por pensar de forma diferente, fue secuestrado con un único objetivo, ajusticiarle en el lenguaje etarra. Los asesinos convivieron con él dos largos e interminables días. Fue atado con un cable y llevado a rastras hacia el lugar de su ejecución mientas imploraba por su vida. La etarra Irantzu Gallastegui se quedó esperando en el coche ansiando escuchar los dos disparos que le dieran la satisfacción personal que le produce al asesino saber que ha conseguido su objetivo, mientras permanecía impávida ante los desgarradores gritos de terror de Miguel Ángel, los mismos de tantos centenares de víctimas. El etarra José Luis Geresta, que apareció muerto dos años más tarde con un disparo en la sien, le sujetó con la frialdad de psicópata mientras que Txapote le disparaba dos veces en la sien. Allí dejaron el cadáver de un joven que había decidido luchar por sus vecinos. El mismo Txpote experto en asesinar de forma cobarde a víctimas maniatadas, lo hizo con otras muchos inocentes, como otros tantos centenares de asesinos, y siempre celebraron sus asesinatos como los oficiales de la SS lo hacían en el salón Kitty, sin pudor alguno.
Su actitud era exactamente la misma que la del oficial de la SS que obligaba a desnudarse a los niños judíos en Auschwitz, convencerles de que iban a ser duchados para despiojarlos y ver por la pequeña ventana de la puerta de hierro, cómo se ahogaban, se retorcían y morían agolpándose buscando un halo de aire; para entrar a continuación a recoger como basura aquellos cuerpos inocentes. ¿Quién reclamaría compasión para estos verdugos? ¿Quién en su sano juicio cree que merecen el derecho a que nos preocupemos de su bienestar o el de sus familias? La ausencia de compasión con los terroristas y su entorno, no sólo es un reclamo de humanidad sino uno de los principales instrumentos para terminar con esta lacra.
A día de hoy un tercio de los atentados cometidos en España por ETA continúan impunes; muchos de ellos lo serán de por vida porque se beneficiaron de unos plazos de prescripción incomprensibles. Los fiscales siguen recurriendo a tretas procedimentales para evitar que tanto asesinato quede sin sentencia. A esta impunidad, se une el hecho de que todavía hoy nadie puede asegurarnos quiénes organizaron los atentados yihadistas cometidos en España; el primero en 1985 en el restaurante el Descanso y los del 11 de marzo de 2004, a los que se ha dado carpetazo simplemente por la incapacidad de averiguar la verdad, en el mejor de los casos.
Cuando las víctimas son globales, es necesario articular procedimientos de colaboración en la investigación de todos los atentados muchos más activos para evitar que queden olvidados ante la eventualidad de no detener y castigar a los culpables. A menudo los familiares de las víctimas se sienten indefensos ante la complejidad de las actuaciones de investigación de las policías y autoridades locales, y deberían arbitrarse procedimientos específicos a nivel internacional para una mayor atención a las víctimas y a la investigación de los delitos.
El desconocimiento de la verdad y su castigo imposibilita el perdón y de ahí que los que hoy se arrogan el discurso político de los terroristas, como si pudieran disociarse del terror que expandieron y practicaron, merecen el mayor de los desprecios. Las ideas políticas, todas son admisibles, pero cuando son el instrumento de los terroristas que perviven en el limbo de una tregua irreal, para alcanzar sus objetivos, se convierten en los mismos objetivos terroristas. Ningún demócrata puede en nombre de qué reconstrucción, compartir nada con quienes siguen pidiendo compasión para los verdugos. Mientras que su discurso se centre en proteger y ensalzar a los asesinos, no pueden beneficiarse ni del sistema ni de las reglas del juego democrático, que están diseñadas para la justicia y no para todo lo contrario. Porque sólo desde la justicia se puede construir un futuro, no desde la reconciliación injusta o del perdón impuesto a golpe de disparo.
Hemos tardado demasiado tiempo en honrar a las víctimas del terrorismo y queda mucho por hacer. Cuando nacemos y nos inscriben en el registro civil firmamos una póliza de seguro con el gobierno. El estado nos va a proteger de todos los riesgos y si no es capaz de hacerlo, entonces, al menos, debemos saber que honrará su compromiso con atención de todo tipo, moral, económica y sobre todo de retribución del daño cometido. Si un gobierno no cumple con sus responsabilidades primarias, entonces no sirve para nada y deberíamos rescindirle el contrato que asumimos al nacer.
Cada víctima de un atentado es una obligación asumida por el estado no cumplida; porque para lo primero que sirve un estado y está en su propio origen es para protegernos, y en cada nuevo atentado volvemos a ver los fallos de los sistemas de información, la falta de coordinación y sobre todo la incomprensión del problema. El estado no cumple con la protección de protegernos y cada vez estamos más convencidos, como hemos visto en Bélgica o en Reino Unido, que no sabe muy bien cómo hacerlo, o que una vez más otros intereses se anteponen a este sacrosanto deber.
Durante décadas son muchas las voces que han defendido la unidad como la principal herramienta para luchar contra el terrorismo. Las mismas voces que han hecho de la desunión sobre este tema su arma política. Cuando la compasión a los verdugos se convierte en un arma de discusión presupuestaria o de estabilidad gubernamental, el que propone este trade off como el que acepta ponerlo sobre la mesa, no solo se está faltando a las víctimas, es que sobre todo están sembrando la semilla de la justificación de la acción terrorista.
Los terrorismos de corte nacionalista o religioso asesinan porque creen en un conflicto que debe resolverse por la vía del terror, como los oficiales de Auschwitz lo pensaban que existía con los judíos o los gitanos. Pero ¿Cómo se sentirían en Alemania si un partido político dijera hoy que hay que resolver el conflicto con los judíos que dominan las finanzas?; ¿Sería capaz la sociedad de desembarazar dicha opción de las SS y de los campos de exterminio y venderlo como un argumento político propio e independiente?
Lo más concluyente en la lucha contra el terror es no perder la memoria. El etarra Txapote saldrá de la cárcel algún día y los que hoy pactan o se jactan de compartir objetivos con partidos que se dicen democráticos, le organizarán actos de apoyo y reivindicación, eso sí bajo el patrocinio de actividades culturales, que nadie como los enemigos de la libertad para aprovecharse de nuestras debilidades. No podemos perder la memoria por muy altas que sean las razones políticas que lo justifiquen, y esto aplica a todos los terrorismos.
Todos los terroristas pretenden asesinar la libertad y en esta guerra sí que no hay grises; o se está en el lado de la línea de las víctimas o de los verdugos. Los que hoy se sientan a hablar con los partidos que comparten ideario con los terroristas para buscar su complicidad deberían haber exigido mucho antes de dialogar con los que compartieron la mesa del genocidio, que la organización terrorista y sus miembros se disuelvan, que se apoye la condena de los culpables y se colabore activamente en la búsqueda de la verdad y la Justicia. Los que pretenden justificar diálogos para conformar mayorías contra otros, deberían mirar quienes son sus compañeros de viaje antes de crear líneas nuevas que difuminen la auténtica frontera, la de los asesinos y la de los defensores de la libertad. Justificar la compasión frente a los verdugos no es producto de una humanidad desmedida sino de un meticuloso plan de acoso y derribo a la democracia española.
En la lucha contra el terrorismo yihadista también vemos cómo la política interfiere en el objetivo estratégico. Las continuas divisiones en el Islam; cuando se anteponen objetivos políticos de algunos estados contra otros; cuando se ligan las acciones antiterroristas a grandes negocios, nos estamos debilitando frente a los yihadistas. Cuando se priorizan los intereses nacionales al que debería ser el objetivo global se pone en riesgo la victoria, como ocurrió, exactamente igual, en la Segunda Guerra Mundial que casi nos llevó al desastre. No comprender la dimensión de la amenaza y no actuar contra ella con carácter preferente frente a otros intereses, es mantener viva la llama de que el terrorismo puede conseguir sus objetivos y este sí es el germen de nuestra destrucción.
Las víctimas deben ser una preocupación constante; una llama que nos ilumine en este difícil camino; su criterio es esencial para entender la dimensión del problema y resolverlo. La justicia, la verdad y sobre todo la victoria de las ideas democráticas sobre las totalitarias, son objetivos que debemos preservar no sólo por su memoria sino para sobrevivir en paz, en democracia y con seguridad.