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Antonio Robles

El día que la bandera española salió del armario

Para millones de catalanes, su bandera nacional, la bandera de todos los españoles, no volverá a ocultarse en el armario nunca más.

Para millones de catalanes, su bandera nacional, la bandera de todos los españoles, no volverá a ocultarse en el armario nunca más.
LD

Puigdemont y su revolución de los tramposos ha logrado lo que los españoles fuimos incapaces de conseguir en estos últimos 40 años, legitimar la bandera española y nuestra Guardia Civil.

Hoy, 12 de octubre de 2017, conmemoración de la Hispanidad y Día Nacional de España, miles de banderas rojigualdas han vuelto a inundar las calles de Barcelona, desinhibidas, alegres, como lo hicieran solo hace cuatro días para levantarse contra el golpe de Estado pergeñado desde las propias instituciones del Estado en Cataluña.

Sin lugar a dudas, ese 8 de octubre se recordará por muchas cosas: por la irrupción de la mayoría silenciosa, por la manifestación del millón de catalanes no nacionalistas, por el 2 de Mayo catalán para evitar ser extranjeros en su país, pero, sobre todo, porque ese día se legitimó la bandera española como símbolo de todos los españoles.

Durante cuatro décadas hemos sufrido en silencio el estigma de la bandera nacional como símbolo franquista; durante cuatro décadas, todo el que la portase era considerado ultraderechista. Sin más, porque sí, o porque así lo habían determinado los nacionalistas. La sensación de apestado, esa sensación de saberse excluido, sólo se puede sentir si la vives y la sufres. La historia está plagada de ejemplos: los conversos de la Inquisición, los homosexuales de todos los tiempos, los judíos de la Alemania nazi… o los catalanes que no renunciaron a ponerse una pulsera en la muñeca con sus colores o una pegatina en el coche. El estigma era tan generalizado, había corroído de tal manera a la gente, que hasta los propios partidarios sentían y se sentían violentados ante su presencia.

Pues bien, los 1.043.000 españoles que el 8 de octubre patearon tantos miedos y estigmas por las calles de Barcelona vestidos con su escudo, enarbolando sus colores y perdiéndose en ríos humanos por mil calles adyacentes desde la mañana a la noche, sin pudor, liberados al fin de las cadenas, acababan de legitimar su presencia sin siquiera darse cuenta. Fue tal la espontaneidad, fueron tantos cientos de miles de banderas, se vivió con tan intensa emoción su presencia, que el contagio colectivo la convirtió para siempre en la bandera de todos los españoles, el símbolo de España.

El primer día que sentí sonar el himno nacional difundido por miles de vatios en la Plaza de Cataluña de Barcelona, en otro 12 de Octubre reciente, parecía que tal atrevimiento no estaba pasando, que aquello no podía ser real. Y lo era, como la emoción que encogió los corazones de miles de catalanes, incrédulos, turbados y, muchos, con los ojos humedecidos. Vuelvo a repetir, solo quienes hayan sufrido el aislamiento y acoso emocional, la atmósfera supremacista, el desprecio y el odio de los amos de la masía a todo lo español puede entender cómo algo tan natural y corriente en cualquier nación del mundo lo hemos vivido estos días como extraordinario.

Algo parecido, pero más cercano a la piel, a la sangre, han sido las muestras de solidaridad espontáneas y el calor humano otorgados a las Fuerzas de Seguridad del Estado, Guardia Civil y Policía Nacional, allí donde las encontrábamos. ¡Esta sí es nuestra policía! ¡Esta sí es nuestra policía! Abrazos, fotos, besos y lágrimas emocionadas de algunos de ellos, que resultaban más enternecedoras aún por verlas brotar en hombres fornidos vestidos de guerra.

Se preguntaba Francesc de Carreras en El País si esa manifestación marcaría un antes y un después en la política catalana. Tengo tantas dudas, como él, pero de lo que no tengo duda alguna es de que, para millones de catalanes, su bandera nacional, la bandera de todos los españoles, no volverá a ocultarse en el armario nunca más. La edad de los jóvenes, el desparpajo con que la ondeaban al viento y la alegría desbordada mostraban la inhibición de los hombres y mujeres liberados al fin de una pesadilla. Lo comprobé una y mil veces mientras sosteníamos la pancarta de la cabecera. Las caras desencajadas de mujeres y hombres gritando "¡En pie, somos españoles!", "¡Puigdemont, a prisión!", "¡No somos fachas, somos españoles!", "¡Trapero, traidor y embustero!", "¡España unida, jamás será vencida!", "¡Viva Cataluña, viva España!".

Retumbaba "¡España, España, España!" en Vía Layetana. Encajonadas las voces, encogidas de emoción las almas camino de la Ciudadela. Sus caras, sus ojos, sus bocas parecían los de quienes habían estado bajo el agua sin respirar durante demasiado tiempo y salían desesperados a la superficie en busca de aire y vida.

PS. Allí donde veo ondear una bandera española, sé que tengo garantizados mis derechos (Fernando Savater).

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