Pues resulta que lo conocí. En Miami, claro. Una noche tras un mitin en la sede de Alpha 66, la organización que encuadraba a los duros del exilio. No sé si Posada Carriles militaba allí o no. Solo sé que en aquella trastienda lo trataban como a uno más, todos llamándole –de tú, por supuesto– "Luis" o "Posada". Recuerdo que era octubre de 2007 y recuerdo algunas cosas más.
Por ejemplo, que hasta aquel local del South West me llevó Ángel de Fana, una leyenda viva de la clandestinidad, el presidio y el exilio, quizás por eso Posada Carriles fue tan atento conmigo. También recuerdo que Posada no dejaba de salivar, tapándose a cada rato la boca con un pañuelo. La cosa es que años atrás, durante un tiroteo (creo que en Guatemala), una bala le destrozó la mandíbula. Lo rememoraba aquella noche entre risas con un militante de Alpha, agente comercial de ING y viejo camarada suyo, con quien en una ocasión (creo que en Venezuela) se metió por error en el velatorio de un guerrillero urbano al que acababan de liquidar. Ese era el tono y esos, sus recuerdos.
Del acto en Alpha 66 no salí sin hacerme antes una foto con Posada y la promesa de llamarle para una entrevista. La foto, por más que la he buscado, no la he encontrado nunca (a veces, me gustaría ser presidente de distrito de Nuevas Generaciones o estrella ascendente de Ciudadanos para que Nacho Escolar o alguien recopilara en un álbum mis instantáneas por ahí desperdigadas con personajes un poco así). En cuanto a la entrevista, Posada entonces declinó por hallarse incurso en uno de sus mil líos judiciales, todos motivados por su obsesión desde hacía casi medio siglo: matar a Castro.
No volví a ver a Posada Carriles. No porque no regresara a Miami –lo haría en tres ocasiones más, sumando en total medio año–, ni porque no me interesara el personaje. Es más, encajaba de lleno en la pasión de mi estudio, los heroicos resistentes en la lucha contra Castro. Solo que para el capítulo de los sospechosos habituales de tiranicidio finalmente me decanté por otro, Osvaldo Figueroa Gálvez, Maqueca, quien durante tres años asistió, todos los domingos, al Estadio Latinoamericano a ver jugar pelota, siempre con una naranja en el bolsillo, para asegurarse así de que un bulto del tamaño de una granada no llamaría la atención de la seguridad del Comandante. Pero estábamos con Luis Posada Carriles, a quien, ya digo, no volví a ver.
A quien sí vi, en cambio, en otro viaje, fue al doctor Orlando Bosch, compañero de armas y fatigas de Posada. Me lo presentó, quién si no, Angelito de Fana. Malvivía Bosch, como tantísimos guerreros del Miami cubano, en una casa de los suburbios, allá donde la ciudad parece copiarse a sí misma de diez en diez cuadras. Malvivía, como el propio Posada, pintando cuadros con los que pagar el pedido del supermercado y las facturas. Me dio la impresión, Bosch, de resistir mal el haber acuñado él el concepto de guerra por los caminos del mundo (esto es, atentar contra intereses castristas, allá donde se encontraran) y haberse llevado la fama Posada.
Pero qué quería Bosch. Tanto para el lado castrista como para el del exilio, Posada representaba mejor el papel protagonista. Natural de Cienfuegos, policía con Batista (cosas peores se han visto), veterano de la Brigada 2506, la de Bahía de Cochinos –Bambi era su nombre de guerra, manda huevos Cartagena–, asesor del presidente Vinicio Cerezo en Guatemala, fugitivo de una prisión venezolana, colaborador de Oliver North en el lío aquel de la Contra, superagente secreto de la CIA, freedom fighter o terrorista internacional, según.
Quedará siempre la sospecha de si fue Posada, solo o en compañía de Bosch, el autor del atentado del vuelo 455 de Cubana de Aviación, en Barbados, con setenta y tres muertos y cero supervivientes. A Bosch le pregunté al respecto y su respuesta me heló la sangre: "Yo no fui, pero deje que le diga que todos los que viajaban en ese avión eran unos comemierdas". A Posada, ya digo, finalmente no le entrevisté. Pero amigos suyos, que lo son también míos, pueden prometer y prometen que Luis era un patriota. Hoy miércoles, en el Versailles, le encenderán una vela y rezarán un padrenuestro y un avemaría por su eterno descanso. Dios quiera que salga bien librado de su –este sí que sí– último e inapelable juicio.