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Antonio Robles

La inmigración y el ideal de lo posible

El nacionalismo necesita mayoría demográfica para sus fines secesionistas, y el populismo, ensanchar su base social.

Confundir la política sobre cuestiones de inmigración con la piedad cristiana o con la revolución de los parias de la tierra es un error intelectual. No es lo mismo afirmar que todos los seres humanos son iguales, o que los trabajadores no tienen patria, que encajar tales ideales en la red de soberanías que tapizan hoy el mundo. O sea, no es lo mismo predicar que dar trigo.

El de la inmigración, además de una tragedia, es un problema de cálculo, de medida, es un error matemático entre las posibilidades reales de los recursos disponibles, el bienestar social sostenible y la demografía. Aquí la ideología y la piedad religiosa no ayudan, más bien enturbian y generan caos.

Ignorar que existen la propiedad privada, fronteras y Estados soberanos es un acto tan infantil como el de los niños al taparse los ojos con las manos para borrar lo que les asusta. Aún peor, es ignorar que la desigualdad entre sociedades es tan profunda y tan frágil a la vez que la mera amenaza puede engendrar más miedo y violencia que la que se intenta corregir. No se trata de señalar solo la injusticia, como si tal actitud solucionara per se el problema, sino de regular los flujos migratorios para que sus efectos no provoquen más problemas que soluciones.

Ser irresponsable con la inmigración, cuya existencia es tan inevitable como los fenómenos cíclicos de la naturaleza, nos hace culpables a todos, a unos por provocar el efecto llamada en nombre de la humanidad y a otros por rechazarla por temor a la invasión. Es tan nefasto desentenderse del problema como crear alarma social con él. Sus efectos jamás desaparecerán mientras en un hemisferio vivamos en la abundancia y en otro en la escasez.

La ayuda en origen (con presupuestos de toda la UE y plazos de obligado cumplimiento), la acogida regulada, la integración basada en el Estado de Derecho, el rechazo a cualquier demagogia que conduzca a efectos llamada y la asunción de que la inmigración puede ser una oportunidad y no un problema son medidas que deben tomarse desde la política racional y no desde las emociones. Sean estas nacidas del miedo o de un complejo de culpa mal entendido.

Lo que es indudable es que, si no se regula la inmigración en función de la realidad, el crecimiento de posturas xenófobas y el aumento de la ultraderecha será un hecho irremediable. Y cuando eso ocurra estaremos ante la mayor amenaza para la libertad desde los años treinta, y para entonces nadie se hará responsable de haber contribuido a ello.

España es un país de base cultural católica, muy preocupado por el qué dirán. La disfunción entre la virtud ostentosa y el vicio oculto nos ha llevado tradicionalmente a la hipocresía social. Si se hacen las preguntas oportunas sobre la posición personal ante la inmigración, seguro que las contestaciones serán muy diferentes que si se hacen a nivel colectivo. Casi nadie se responsabiliza de los costes y los traumas de una inmigración de puertas abiertas cuando se percibe como un problema colectivo, pero si se individualiza sale el instinto territorial que todos llevamos dentro. José Mota lo expuso como nadie desde el humor. Al altruista no le cuesta nada ser solidario cuando su responsabilidad se diluye en la responsabilidad colectiva, pero cuando le cae encima el coste de esa solidaridad se desentiende como si no fuera con él.

Aviso a navegantes: no por lanzar soflamas de ultraderechistas a Pablo Casado y Albert Rivera se soluciona el problema. Al contrario, el populismo de la izquierda nos puede traer a la ultraderecha, como ya pasó en Francia en los primeros ochenta del siglo pasado, al huir el voto obrero de la izquierda marsellesa hacia el Frente Nacional del ultraderechista Le Pen. Aquí puede ser peor, pues está apoyando a nacionalistas y populistas, los dos deseosos de mimar a la inmigración masiva para convertirla en carnaza electoral. El nacionalismo necesita mayoría demográfica para sus fines secesionistas, y el populismo, ensanchar su base social.

Estamos ante esos dilemas, cuya salida más evidente suele ser la más errónea.

En España

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