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Luis Herrero Goldáraz

Monarquía o Filemón

En los últimos cien años los mayores déspotas que han asolado el mundo no han sido reyes, precisamente.

En los últimos cien años los mayores déspotas que han asolado el mundo no han sido reyes, precisamente.
Don Felipe, en el último desfile del Día de la Hispanidad | Gtres

Había una cosa de Mortadelo y Filemón que me ponía de los nervios: a veces, pocas, tenían una buena idea, pero siempre la ejecutaban fatal. Me acuerdo de una viñeta en la que, pretendiendo saltar un muro alto, a Mortadelo se le ocurría utilizar una escalera. El problema estaba en que en lugar de usarla de manera lógica él se servía de ella como si fuese una pértiga. Que aquello no iba a salir bien lo sabíamos de antemano todos los niños que leíamos a Ibáñez; pero lo que a mí me reventaba especialmente no era la continua demostración de estupidez de los agentes de la TIA, sino que tras ella jamás subiese a su semblante un mínimo rubor de inteligencia. Evidentemente, después de su primer y único intento fallido, Mortadelo no recapacitaba ni trataba de descubrir la manera idónea de llevar a cabo su plan inicial; simplemente asumía que había fracasado y pasaba a probar otro más disparatado: no sé, construir una catapulta o disfrazarse de canguro. Algo por el estilo.

El eterno debate entre monarquía y república en España me recuerda un poco a eso: se me antoja como algo parecido a querer llevar el coche al desguace en vez de al taller sin saber siquiera cómo volveríamos a casa después. Habrá gente que todavía piense que la discusión consiste en si es verdaderamente democrático mantener los privilegios anacrónicos de una familia ociosa. Y qué bonito sería si la cosa se redujese sólo a eso. Pero nada más lejos de la realidad. Los que defienden la república vehementemente hoy en día no lo hacen en nombre de la democracia, como dicen, sino más bien en el del significado literal de un término que nunca ha garantizado por sí mismo esa justicia social tan perseguida. Para probar lo que digo no hay más que ver cómo ensalzan con nostalgia el periodo histórico de la II República y repudian al mismo tiempo el de la Transición. Algo no funciona como debería cuando miles de personas dicen preferir una época de pistolerismo e intolerancia que los años en los que los españoles conseguimos emerger por fin de la sima oscura de nuestra propia historia. Supongo que de nada servirá decir que algunas de las democracias más sanas y prósperas del mundo son monarquías parlamentarias –España entre ellas–, o que bastantes de los regímenes más autoritarios son repúblicas. De todas formas, no me iré sin recordar que en los últimos cien años los mayores déspotas que han asolado el mundo no han sido reyes, precisamente.

Comento todo esto espoleado por los escándalos de Juan Carlos I, que parece decidido a destruir en sus años postreros todo lo que había construido en su juventud. Y lo digo con el descorazonamiento de darme cuenta de que nuestra sociedad sigue siendo incapaz de sostener un verdadero debate acerca de la conveniencia de variar el modelo de Estado. Es una pena, ciertamente, porque lo contrario significaría que sí que somos ese país maduro y democrático que tanto nos queremos vender unos a otros. No haber superado la Guerra Civil ni el frentismo ideológico casi un siglo después de haber caído en el abismo sugiere, sin embargo, que tal vez sigamos necesitando a un árbitro imparcial que impida, en última instancia, que la cabeza estatal se sienta tentada a dirigir su mirada hacia una España en detrimento de la otra. Igual ese es el verdadero problema que debemos solucionar antes de volver a lanzarnos a la piscina republicana. Quitarle la corona a Felipe VI sin haberlo conseguido primero sería como desechar una escalera y preferir saltar un muro disfrazados de canguro. No sé. Todos los que leíamos a Ibáñez sabemos que esos experimentos nunca salen bien.

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