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Luis Herrero Goldáraz

Una verdad para la familia Paty

A Samuel Paty nadie puede esperarlo ya. Y eso es algo que sabe bien el padre de la niña que le sentenció.

A Samuel Paty nadie puede esperarlo ya. Y eso es algo que sabe bien el padre de la niña que le sentenció.
Imagen del homenaje nacional que se rindió a Samuel Paty el pasado 22 de octubre. | Twitter

Hay algo desgarrador en ver a alguien descubriéndose un hijo de puta. No es bonito. En su rostro compungido, parecido, supongo, al del llanto de un sordomudo, es posible ver marcadas las arrugas que dejan siempre esas caídas del alma que tanto asustan, por aquello de que nos recuerdan que nadie está exento de sufrirlas también a la menor distracción. Además, los gestos que acompañan la epifanía suelen encerrar a la vez una extraña consternación silenciosa, como de anciano desorientado, que sólo puede ser entendida como la demostración palpable de una inocencia más profunda. Un hijo de puta que acaba de descubrirse siéndolo no es un hijo de puta de verdad. Al menos no todavía. Hasta hacía un segundo había creído –como todos, por otro lado– que se encontraba en el lado correcto de la moral. Pero ahora ya no puede seguir engañándose. Y por eso empatizamos tanto con él cuando le vemos. Porque sabemos que aún le falta la difícil tarea de decidir si está dispuesto a emprender el camino de regreso hacia la casa paterna, donde espera el cordero cebado y la alegría del padre que nunca dejó de observar el camino desde la ventana.

A Samuel Paty nadie puede esperarlo ya, sin embargo. Y eso es algo que sabe bien el padre de la niña que le sentenció sin querer. Es posible que por eso, por aquella hermandad universal que comparten todos los hombres que conocen lo que es amar a un vástago, haya soltado aquella frase desgarradora, de hijo de puta descubriendo serlo, dirigida quién sabe si a la familia del difunto o a su propia prole. “Fui un estúpido”, recoge la prensa –y mientras lo leo me imagino su mueca sorda de hombre arrepentido–; “le debo la verdad a su familia, al señor Paty, a toda Francia”. La desgracia ocurrió como ocurren las desgracias: un hombre adulto, profesor, para más señas, decidió ejercer su profesión y se dispuso a estimular la capacidad crítica de sus alumnos enseñándoles aquellas viñetas de Mahoma por las que los dibujantes de Charlie Hebdo habían sido masacrados en 2015. Su intención, como se intuye, pasaba por iniciar un debate en el aula acerca de la libertad de expresión. Aprovechando la ocasión, una de las alumnas le coló a su padre que el motivo por el que el centro la había expulsado tenía que ver con su oposición al método del docente y no a su mal comportamiento; y el padre, enrabietado, no supo actuar de otra forma que desatando su ruido y su furia en las redes e iniciando, acto seguido, una campaña difamatoria que dejó a Samuel Paty, por si no había quedado claro quién era el profesor a estas alturas, señalado por todos, incluidos los sectores más radicales del islamismo francés.    

Diez días le quedaban de vida al maestro, aunque no lo supiese. Terminado ese tiempo, un joven le abordó a la salida del instituto y le decapitó en nombre del Profeta. Han pasado cinco meses desde entonces y al final se ha sabido que todo ocurrió por una mentira. A veces las desgracias tienen estos giros macabros, que acentúan sus facciones y subrayan el desconcierto. De ahí las palabras del padre, arrepentido, clamando a los cielos por un perdón que sólo él puede darse, igual que esa verdad que dice deber a toda Francia, pero que en el fondo se debe a sí mismo. Leyendo la noticia se hacía difícil no preguntarse qué habría pasado si la niña no hubiese mentido. Si Paty la hubiese expulsado realmente por intentar impedir que se mostrasen unas viñetas en clase. Pensando en eso, la única duda que queda es cuál es la verdad que aquel padre le cree deber a una familia que se ha quedado sin posibilidad de esperar a su muerto. Es difícil saber si de lo único de lo que se arrepiente es de que su hija mintiese, o si, además, también es consciente de que la única razón por la que esa espera se ha visto truncada es que en Occidente, a día de hoy, todavía existe gente adulta dispuesta a dejarse llevar por la fiebre de la justicia popular. Esa que permite que un hombre inocente pueda ver su reputación destruida por el simple berrinche de una adolescente. O esa que demuestra cómo otros continúan dispuestos a matar por imponer una verdad que no le deben a nadie. Ni siquiera a sí mismos.  

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