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Federico Jiménez Losantos

Cuando la pena nos alcanza

Para Elia, la muerte no será el final. Pero su pena, ay, nos ha alcanzado de lleno.

Para Elia, la muerte no será el final. Pero su pena, ay, nos ha alcanzado de lleno.
Elia Rodríguez y Federico Jiménez Losantos en las oficinas del grupo Libertad Digital. | Libertad Digital

La muerte ya no puede afectarnos. La pena, sí. Y nunca he sentido tan de cerca la pena como al recibir esta mañana la noticia de la muerte de Elia. Ha muerto a lo legionario y a lo torero, de una cornada seca, en un día sin aparente historia, un miércoles, que, sin embargo, será ya definitivamente inolvidable, porque es el último de su vida y el primero de nuestra pena.

Desde que un 7 a las 7 empezó esRadio, Elia siempre estuvo allí. No le he preguntado a Javier Somalo cómo llegó, ni quién la contrató, ni si alguien la recomendó o se presentó pidiendo una oportunidad, como una novillera dispuesta a matar las atroces corridas de agosto, de limpieza de corrales, en las que cada zambombo, veleto o cornivuelto, burriciego o reparado de la vista, lleva una cornada a nombre del primero que se le quiera acercar. El caso es que Elia siempre estaba allí, y ahora que ya no estará, todavía más.

Cuando nos veíamos en los pasillos, hablábamos de toros, de literatura, del padre Mundina, de la Legión y de alguna curiosidad cultural que en ella era como hablar de sí misma, porque Elia era -qué absurdo resulta decir era- la curiosidad en persona, inagotable en su afán de leer más, de saber más y de hablar más, siempre más, sobre lo divino y lo humano. Tenía una mirada incandescente, de piconera o carbonerita de Romero de Torres, así como de abajo arriba, aunque mirase de arriba abajo, una manera infantil de mirar, como disculpándose por estar ahí, por ser tan joven, por querer saber tanto.

Veinticinco años tendría Elia aquel año azacanado en el que la radio y el periódico los hacíamos en dos pisos con cien escaleras y siete pisos de por medio, cuando me dijo una palabra que desde entonces cada vez que la he oído, me la ha recordado: chapiri. ¡Ah, la Legión! Elia lo decía como si se refiriese a un familiar algo trasto, pero que -sonreía- no podría llamarse de otro modo. Naturalmente, ¿cómo iba a llamarse el chapiri más que chapiri?

Elia no sólo estaba, sino que era. Tenía un serio, dramático, afán de ser. Me daba algo de miedo verla tan agónicamente entregada a leer y leer, hablar y hablar, ver y ver. No sé si alguna vez le dije que en la vida hay tiempo para todo, pero no es verdad. Elia intuía su tiempo tasado y tal vez por eso vivió aprisa, como una gran persona, una gran periodista, una gran española. Para ella, la muerte no será el final. Pero su pena, ay, nos ha alcanzado de lleno.

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