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Emilio Campmany

11 de septiembre de 2001: Veinte años de guerra contra el terrorismo

Lo de las armas de destrucción masiva, aunque hubiera sido cierto, no tenía nada que ver con el atentado del 11-S y sólo podía inquietar a Irán y quizá a Israel.

Lo de las armas de destrucción masiva, aunque hubiera sido cierto, no tenía nada que ver con el atentado del 11-S y sólo podía inquietar a Irán y quizá a Israel.
El presidente George Bush y Donald Rumsfeld Secretario de Estado de Defensa en 2001 | Cordon Press

El terrorismo islamista no empezó el 11-S, pero este atentado, aparte su brutalidad y enorme número de víctimas, significó un cambio de táctica del islamismo radical. Su objetivo es liquidar todos los Estados-nación de mayoría musulmana, gobernados según ellos por regímenes apóstatas, para unir a la umma bajo un único califato. Los objetivos de los atentados eran pues esos gobiernos apóstatas. Pero también los intereses occidentales en sus territorios para inducir a Occidente a que dejara de respaldarlos. Osama Bin Laden creyó que, para conseguir que Occidente dejara de apoyar a los apóstatas, había que golpear su corazón. Y eso es lo que le condujo a preparar el atentado del 11-S.

Bin Laden creyó que la reacción del pueblo norteamericano sería exigir que su país abjurara de sus compromisos con las dictaduras de los países musulmanes. No era un pronóstico tan aventurado. Los norteamericanos podían haber reaccionado como nosotros el 11-M. A continuación de las bombas contra los trenes, elegimos a Zapatero, que había prometido sacarnos de Irak. Bin Laden creyó que los estadounidenses harían algo parecido. Pero fue lo contrario.

Bush activó el artículo 5 del tratado de Washington, que obliga a la OTAN a asistir a cualquier Estado miembro que sea agredido. El 11-S se comparó con Pearl Harbor y la reacción a él quiso ser similar. Se invadió Afganistán porque era el país donde se refugiaban los líderes de al Qaeda y porque allí se adiestraban sus terroristas. Se derrocó al Gobierno talibán en represalia a haber dado cobijo a los terroristas. Como adorno, se vistió la invasión con el supuesto propósito de convertir el país en una democracia.

Después, en lo que fue inequívocamente un error, se invadió Irak. ¿Por qué? Los historiadores tienden a racionalizar todas las decisiones que estudian tratando de encontrar una razón lógica a todo lo que los estadistas hacen. La invasión de Irak les dará muchos problemas. El régimen de Saddam Hussein no apoyaba a al Qaeda ni podría haberlo hecho, ya que era un régimen furiosamente laico. Lo de las armas de destrucción masiva, aunque hubiera sido cierto, no tenía nada que ver con el atentado del 11-S y sólo podía inquietar a Irán y quizá a Israel. Da la impresión de que los Estados Unidos tenían que descargar su ira en alguien y, no bastándoles los talibanes, tuvieron que dirigirla contra Irak.

Pero, el principal objetivo de la guerra contra el terrorismo fue evitar que hubiera un nuevo 11-S. A tal fin, Estados Unidos hicieron algunas cosas de las que muchos norteamericanos no se sienten orgullosos: intervención de comunicaciones generalizada, torturas, detenciones arbitrarias, cárceles secretas en el extranjero al estilo de Guantánamo, extradiciones ilegales, víctimas inocentes en acciones contraterroristas, etc. ¿Cuántos atentados se evitaron? ¿Cuántas vidas norteamericanas se salvaron? No hay forma de saberlo. El caso, es que hoy al Qaeda está acabada, el ISIS sólo atenta fuera de Estados Unidos y la guerra contra el terrorismo puede darse más o menos por ganada.

No obstante, los norteamericanos se han dejado varios pelos en la gatera. La incomodidad de muchos ciudadanos con las cosas que se han hecho en su nombre ha polarizado el debate político. Por un lado, los demócratas no se sienten responsables de nada, a pesar de que Obama no se atrevió a cerrar Guantánamo como prometió por no asumir el riesgo de que, tras liberar a los presos, alguno cometiera un grave atentado. Y los republicanos se niegan a reconocer ningún error, incluido el de la Guerra de Irak. Se ha creado también un enorme aparato de vigilancia que proporciona ingentes cantidades de información. Ésta, aunque no pueda emplearse en juicio, permite proteger los intereses norteamericanos con más facilidad. Es natural que ningún presidente se haya atrevido todavía a desmantelar el tinglado de escuchas que tras el 11-S montó la NSA (National Security Agency). Se corre sin embargo el riesgo de que, disipada la amenaza del terrorismo islámico, estos sistemas de espionaje de dudosa constitucionalidad se utilicen en beneficio de intereses no tan íntimamente relacionados con la seguridad nacional.

También necesitan los estadounidenses plantearse si no sería mejor redirigir parte de los ingentes recursos que todavía hoy se dedican a la guerra contra el terror a los conflictos con China y Rusia. Esta necesidad es una de las cosas que está detrás de la apresurada retirada de Afganistán. Tras veinte años, quizá pueda afirmarse que la guerra contra el terrorismo islamista que el 11-S desencadenó se ha ganado, pero hay que ser consciente de que el coste, para la autoestima de los norteamericanos y para su credibilidad en el exterior, ha sido altísimo. Misión de toda administración de aquí en adelante será la de reconstruirlas.

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