
En la misa de los domingos a las 9:00, el cura dijo que ni España está vacía ni los pueblos están sin vida: "Vida hay. Y tanto que hay vida. Lo que no hay son personas". Yo no fui a misa, pero todos los domingos voy a casa de mi madre y me replica el sermón. Me hizo gracia porque pensé en que yo me fui de una ciudad de más de tres millones de habitantes porque no encontraba vida. No la había, al menos, para mí. Así que me volví al pueblo. Foxá se ponía muy contento cuando llegaban las fiestas de San Isidro porque Madrid recuperaba los restos que le quedaban de aldea. Esto es una forma de nostalgia. Una palabra que ahora se utiliza para llamarte rancio. Y de rancios iba un artículo que leí ayer en El País, en el que la columnista, después de dedicar varios improperios a personas determinadas, culminaba su incalificable texto con un desprecio a la familia, al pueblo de origen y a la propiedad. Así todo hilado hasta decir que la familia es un "colchón protector" o un "infierno". Yo percibo dolor en estas palabras. El dolor que hoy comparten muchas almas que desprecian el arraigo en su variante tradicional (si es que existe otra).
Probablemente esta columnista sea ecologista. Perdónenme el prejuicio, pero suele coincidir que la gente que desprecia lo tradicional ha sucumbido a la religión climática. Para ellos un mensaje de Roger Scruton de su Filosofía verde:
El fin al que un ecologismo y un conservadurismo serios apuntan: el hogar, ese bien en el que somos y que compartimos, ese bien que nos define, que cuidamos para nuestros descendientes y que, por tanto, no queremos echar a perder.
Decía que yo volví al pueblo. Mi pueblo es una isla lo bastante pequeña como para ser toda ella una aldea. Una comunidad. Aunque el pueblo de uno siempre será donde hizo la Comunión y la catequesis de después. El pueblo es donde hiciste un playback por las fiestas patronales cuando tenías 10 años imitando a Alaska. El pueblo es donde viven los abuelos. El pueblo es el cementerio al que vamos a poner flores a nuestros muertos, o la mar en cuya profundidad están las cenizas de Carmelo y abuelo. El pueblo es ese sitio al que llegas antes de que suba el café cuando tu amiga te pone un mensaje: "Acabo de poner la cafetera. Vente para hablar de una cosa".

En Madrid siempre viví con miedo al infortunio. Me devoraba la idea de pensar que me pasaba algo y no tendría familia que me socorriera. Me aterraba, además, en lo económico, no llegar a fin de mes. No ser capaz de ahorrar por el altísimo coste de la vida propio de toda gran ciudad. La familia "colchón", dirían. Para mí es otra cosa. Mi familia es el parapeto ante la soledad y el desamparo. Y no necesito que sean mis amigos ni estar de acuerdo en todo con ellos, porque son las únicas personas de este mundo a las que quiero y me quieren de manera incondicional. Y así como mi hija de 9 años me recuerda que hay que hacerle la compra a abuela (su bisabuela), y crece en ella el valor de cuidar a sus mayores, siente la reciprocidad cuando los abuelos se enorgullecen por su virtud.
Dicen mis amigos madrileños que me deslocalicé. Algo así. No conseguí ningún progreso profesional en Madrid, que es lo que todo el mundo me pregunta. Mi trabajo se podría hacer desde un galeón que navegue de Manila a Acapulco, mientras haya cobertura. No importa dónde esté yo físicamente, siempre estoy conectada al trabajo. Ahora bien, al llegar a la isla de nuevo y tener ayuda, pude aceptar más trabajos y en pocos meses había duplicado mi cartera de clientes. Ya ven, desde un pueblecito, con mi escritorio y mi ordenador y el corral de las cabras de Paco enfrente, aumenté mis ingresos y reformé una casa antigua heredada de mis padres. Ah, la maldecida clase media propietaria. Los que quieren luchar contra la desigualdad no quieren que seas propietario ni de tu casa. Mis padres son de otra época menos absurda que esta. Ellos trabajaban para prosperar (lo hicieron) y dar a sus hijas la oportunidad de ser parte de ese proyecto de familia. Oportunidad que no nos da la nómina a día de hoy.
La víspera de que mi abuelo ingresara en el hospital, fui a verle. Me dijo que hacía tiempo que no me iba a Madrid. Las despedidas con él siempre eran las peores, cada vez que volvía a Madrid después de unas vacaciones en la isla me decía lo mismo: "Me voy a morir y no vas a estar aquí con la familia". Mi abuelo llevaba un par de años viendo a la muerte rondar y nos quería a todos cerca. Ese día le expliqué que mi regreso a la isla era para siempre. "Eso me hace muy feliz", me dijo. A los cuatro días de esa conversación murió. Y yo estaba allí. Estoy aquí. Sin museos ni rascacielos. Sin Uber ni Glovo. Sin restaurantes chic que nunca me pude permitir. Sin Corte Inglés. Por no tener no tengo ni fibra óptica. Pero tengo lo más importante: mi familia, mi pueblo y mi propiedad. No siento nostalgia del pasado porque vivo rodeada de él. Casi nada ha cambiado. Y no sé si es algo reaccionario, pero sentada a la mesa un día cualquiera con abuela, mis padres, mis hermanas, mis tíos, mis primos y sus hijos, no tengo miedo; varias generaciones que llevan mi apellido me sujetan la mano.