Cuando las tortas –dialécticas, por supuesto, pero como panes– ya empiezan a llegarle a Garzón de sus compañeros del Consejo de Ministros, a mí me parece que lo pertinente no es darle vueltas y más vueltas a las palabras del de Izquierda Unida, discutir lo que dijo o no dijo o especular sobre si había una intención oculta o es que el pobre chaval no da para más. No, yo creo que lo pertinente a estas alturas de la película es preguntarse, precisamente, por qué Garzón es ministro.
Sí, ya sé que es más ministrín que otra cosa, que le han dado una dirección general venida a más y él es un político venido a menos, de acuerdo. Pero miren: tiene cartera, sueldo y coche oficial de ministro, y a partir de ahora si alguien hace una lista completa de los ministros que ha tenido el Reino de España ahí estará Alberto Garzón Espinosa, para sorpresa y escarnio –si es que alguien se acuerda de él, eso sí– de las generaciones futuras.
Sí, también sé que hoy en día ser ministro es un poco como lo que me dijo un jugador de fútbol sobre llegar o no a primera: "Es cosa de suerte, que te metan ahí". Está claro que el mayor de los garzones menores tuvo la fortuna de pasar por el lugar adecuado en el momento adecuado, pudo exigir su carguito y una vez ahí las cosas se han complicado a su favor: cualquier movimiento en un Gobierno de coalición es un lío, y más aún si uno de los socios no es un partido sino una agregación de grupúsculos y cuotas.
En resumen: la casualidad lo puso y la casualidad hace que sea tal cristo sacarlo que a todo el mundo le compensa soportar sus tonterías. Pero la cuestión es cómo es posible que alguien con las virtudes que adornan a Garzón llegue a ministro, cómo puede nadie siquiera plantearse el nombre sin acto seguido descojonarse, cómo cuando él mismo lo dijese en un momento dado nadie le contestó: "Alberto, no jodas".
Y no es porque yo le tenga especial manía al muchacho –bueno, aquí va un spoiler: tampoco le tengo demasiado cariño–, es que este señor antes de ser ministro no había sido nada en toda su vida. Un licenciado capaz de medrar en una lista y convertirse en diputado, sin haber logrado otra cosa, sin haber creado un puesto de trabajo, sin nada con el más mínimo mérito fuera de la política y tampoco demasiado dentro de ella: al fin y al cabo se le recordará por dirigir el partido de extrema izquierda que fue primero arrasado y después fagocitado por Podemos mientras él miraba pasar las nubes…
En fin, la pregunta que tendríamos que estar haciéndonos es por qué Alberto Garzón puede ser ministro y, más grave aún, por qué en el Gobierno se acumulan los garzones por manojos, qué le ha pasado a este país para que los niveles más altos de la Administración estén poblados por inútiles de primera que cuando hablan de juguetes dicen tonterías, si de roscones bobadas y de carne gilipolleces; gente que no sabe de nada que no sea medrar, soltar chorradas ampulosas y, eso sí, moverse en las procelosas aguas de la adulación al líder y la puñalada partidista.
La pregunta que deberíamos hacernos todos, no ya los periodistas, es por qué España ya no es que consienta la mediocridad, es que la premia.