
La crítica de la congresista Luce sobre el globalismo se puede se puede concretar en la significación de múltiples organizaciones internacionales. Fueron creadas como consecuencia de la Organización de Naciones Unidas y monitorizadas (según la jerga actual) por los Estados Unidos de América. Tenemos, por ejemplo, la OCDE (Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico), de 1948. Viene a ser la versión en materia económica de los propósitos militares ("defensivos") de la OTAN (Organización del Tratado del Atlántico Norte). Los Estados miembros de ambas organizaciones son bastante coincidentes. Nótese que el secretario general de una y otra agencia no suelen ser estadounidenses, sino de alguno de los países aliados. La OCDE se fundó para controlar el envío de los fondos del Plan Marshall, de ayuda económica a los aliados, por parte de los Estados Unidos de América. Es un caso esplendoroso de inercia burocrática. Su tarea principal ha sido la de confeccionar informes y estudios sobre la marcha de las economías de los Estados asociados. Para lo cual reúne a más de un millar de funcionarios en su sede de París. Su finalidad práctica ha sido paralela a la de la OTAN: mantener la hegemonía de los Estados Unidos de América sobre el llamado mundo occidental o atlantista (adjetivos geográficos poco afortunados). Curiosamente, la dirección de las organizaciones internacionales (emanadas de la influencia estadounidense) no se elige de forma democrática, sino por cooptación.
El propósito formal de las organizaciones dichas (y de otras conexas) es la cooperación entre los Estados miembros. En la realidad, sirven para legitimar la hegemonía de los Estados Unidos de América sobre los Estados del mundo que otrora se decían "capitalistas". Es una situación de vasallaje que proporciona buenos negocios a los países y las empresas dependientes; se entiende, a los que mandan en tales instancias. Se corresponde con la fórmula de equilibro que ha reinado en otros varios imperios a lo largo de la historia; solo que ahora por medio de un impresionante aparato burocrático.
La inanidad de las organizaciones internacionales se refleja en el caso reciente de la pandemia del virus chino. Ha costado unos 15 millones de fallecidos en todo el mundo, una verdadera hecatombe. El papel de la OMS (Organización Mundial de la Sanidad) se ha situado muy por debajo de las expectativas. Ni siquiera ha logrado vacunar en masa a las poblaciones de los países pobres, que son los más. Nada ha hecho para vencer la resistencia de China a ofrecer información sobre el origen de la pandemia.
Otro caso reciente de inutilidad se ha mostrado ante la invasión de Ucrania por Rusia, un episodio que puede ser considerado como prepóstero en la Europa actual. Los esfuerzos para detener esa ofensiva por parte de la Unión Europea o de la OTAN han consistido en el envío de armas ligeras y dinero a las milicias ucranianas. Más dudoso ha sido el planteamiento de unas discutibles sanciones económicas contra Rusia. Tales iniciativas no pasan de ser una reformulación de la vieja tesis del apaciguamiento contra Hitler por parte de las democracias occidentales. Ya se sabe el escaso éxito que consiguió. Esa política de sanciones contra Rusia ha producido el clásico efecto no deseado o de rebote: ha reforzado la contracción del comercio mundial. Lo cual se relaciona con otro efecto adverso: la inflación a escala mundial.
Después de la II Guerra Mundial se aceleró en todo el mundo el proceso de descolonización. (Excepcionalmente, no se logró en el Sahara Occidental o en Gibraltar; pero esa es otra cuestión). Dos generaciones más tarde, con más de 200 Estados independientes, ha cristalizado un cierto movimiento de reflujo. Es una renovada hegemonía de unos pocos Estados sobre los demás. Para disimular la consiguiente desigualdad, se acuña la ideología del globalismo. Se acuerda que los problemas políticos o económicos de altos vuelos deben resolverse a escala internacional. Idealmente, esa era la tarea que correspondía a la ONU y, luego, a sus organizaciones especializadas (Unesco, OMS, etc.). Por lo mismo, resulta pretencioso que el impulso globalista vaya a acabar con la desigualdad. Además, se crean nuevas organizaciones de los Estados más ricos (el G-20 o el G-7) y continuos foros o cumbres de los jefes de Gobierno. La pretensión de que la nueva estructura globalista acabe con los desequilibrios internacionales es, sencillamente, una fantasía. Se parece un poco a la vieja presunción de que las lenguas nacionales, alguna vez, serían sustituidas por el esperanto. Sin llegar a tan estrambótica comparación, el movimiento globalizador significa la minoración de la soberanía de los Estados y, de rechazo, el debilitamiento de muchas de sus tradiciones culturales. Aunque pueda parecer extraño, son muy raros los líderes mundiales que se oponen a tal tendencia. Es la prueba definitiva del inmenso poder de la ideología progresista, que tantos adeptos tiene en los Gobiernos de todo el mundo.