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Luis Herrero Goldáraz

La inaudita posibilidad de que la bomba nunca caiga

Nuestros futuros descendientes no sabrán que en los descansos para tomar café en las oficinas nosotros charlamos del regreso de Ana Rosa.

Nuestros futuros descendientes no sabrán que en los descansos para tomar café en las oficinas nosotros charlamos del regreso de Ana Rosa.
Mural contra Putin en Rumanía | EFE

De las dos opciones que tenemos, la más sencilla de imaginar es que caerá la bomba. Nuclear, me refiero. Y que detrás de ella vendrá otra. Y luego otra. Y así hasta que la tierra se convierta en uno de esos escenarios como de poema de T. S. Eliot, con sus nubes tóxicas y su humanidad errante. La vida casi extinta, las fronteras desdibujadas y la esperanza colectiva tan herida que se vería obligada a tirar de palabras bíblicas y a sacarlas de contexto. A acoger de forma unánime frases sueltas que lo mismo mueven a la santidad como a justificar el caos. Y que, en ese escenario apocalíptico, tan pronto te las podría soltar un buen samaritano después de rescatarte de una panda de psicópatas motorizados como un sicario estilo Tarantino, justo antes de robarte y de pegarte un tiro. Tenemos suficientes ejemplos en el cine como para hacernos una idea de cómo será el fin del mundo. Así que a la posibilidad real de la catástrofe se le ha esfumado buena parte del misterio.

Más difícil es pensar qué pasará si la bomba nunca cae. ¿Nos daremos cuenta? Es complicado percatarse de que ciertas cosas hayan ocurrido, como para hacerlo de las que jamás lo harán, pienso yo. Por lo que, en realidad, tiendo a imaginarme un futuro más o menos parecido a este presente, sólo que completamente equivocado. Un mundo en el que la Historia hablará de Putin y de Ucrania, de la contraofensiva heroica y la respuesta criminal en Kiev, de la incertidumbre nuclear, del miedo y la desesperanza; como si de verdad esas palabras pudiesen definir esta existencia nuestra, tan completamente abotargada por su proximidad al abismo que prefiere gastar sus días en los cuernos de Tamara o en las macarradas que han soltado unos chavales en la edad de ser macarras, que es el paso necesario para dejar de serlo.

Ni siquiera creo que los libros de texto de nuestros tataranietos se preocupen por bajar al metro, allí donde la gente no para de discutir acerca del CGPJ, al parecer. Supongo que hablarán de una Segunda Guerra Fría. De espías, populismos, botones rojos, carreras a contrarreloj entre países y de una sociedad entristecida por las secuelas de la pandemia y por la crisis económica; obligada a sobrellevar "el fin de la abundancia" mirando al cielo como quien espera a un salvador, sólo que en este caso la salvación estaría en que no pasara nada y en que el cielo se quedase como está, sin necesidad de que de él descienda nada parecido a algo que explote.

Nuestros futuros descendientes no sabrán, no querrán saber, que en los descansos para tomar café en las oficinas nosotros charlamos del regreso de Ana Rosa; de la lista atípica de Luis Enrique, ideada para un Mundial tan sólo un poco menos atípico que ella; de por qué será que ahora la Sirenita es negra o de la extraña razón por la que la gente sigue teniendo que llevar mascarilla en el transporte público. Preferirán pensar que vivimos el acecho de la Historia como si la Historia sólo pudiese ser escrita de una forma. Y que nuestro día a día ya nos viene revestido de esa épica en retrospectiva que siempre le añadimos a las épocas pasadas que jamás conoceremos y que sólo nos podemos inventar.

Ahora que los tiempos son convulsos yo pienso en mis abuelos y me pregunto cosas. Me gustaría saber en qué pensaban cuando afuera, en la ciudad, los periódicos presagiaban turbulencias. Qué payasos les entretenían. Qué bufonadas distraían la posibilidad remota de una guerra. Pero, por más que pienso, no se me ocurre quién pudo ser su Iker Casillas.

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