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Luis Herrero Goldáraz

Sobre fotos, presidentes y chorradas

Puestos a mentir y que se note, me digo ahora, mejor no dar la sensación de que lo que uno hace es absolutamente intrascendente. 

Puestos a mentir y que se note, me digo ahora, mejor no dar la sensación de que lo que uno hace es absolutamente intrascendente. 
Foto recortada y utilizada por Pedro Sánchez para promocionar su participación en el G-20. | Twitter

Desde hace algún tiempo, más o menos desde que nací, me ha dado por pensar en tonterías que no suelo decirle a nadie en alto, no vaya a ser que nadie me comprenda y tenga que admitir que nadie es alguien. Entre asombros metafísicos e incertezas varias he malgastado mis paseos. Y tanto he paseado cuestionándome chorradas que he llegado al punto de no poder pasear sin plantearme absurdos. Ni, lo que es peor, plantearme absurdos sin ponerme a pasear.

Se trata, qué duda cabe, de un incordio. Sobre todo teniendo en cuenta que basta cualquier mínimo despiste para que se me cuele en la cabeza alguna duda. Y mucho más desde que, por motivos de la edad, me ha dado por pasear sin los menores rumbos a los que poder dirigir mis reflexiones.

El trance me puede pillar en cualquier momento, lo que hace de mi vida una película de suspense. Uno se encuentra en la peluquería, por ejemplo, y de repente le llega al móvil un tuit de Pedro Sánchez alardeando de su posición en el G-20 con una foto en la que sale poniendo la misma cara que ponemos todos cuando dejamos de seguirle el hilo a nuestro suegro en la comida familiar. Y entonces uno tiene que levantarse, por supuesto. No importa que media cabeza tenga el doble de pelo que la otra media. Y tiene que agitar la bata y llenar de pelos todo el suelo caminando de aquí para allá, queriendo irse, con el peluquero persiguiéndole detrás mientras concibe la millonaria idea de abrir peluquerías que además sean gimnasios.

Es tal mi irritación con este asunto que desearía poder vivir en otra época donde fuera más sencillo sobrellevar este problema. Una época no globalizada en la que todas las estupideces del mundo no cupiesen en mi bolsillo ni vibrasen cada pocos minutos. Pero como no es posible me resigno y me dedico a continuar con mi paseo, ya de camino a casa, con medio cráneo trasquilado y la mirada extraviada en el recuerdo de esos actores de segunda que tenemos como líderes mundiales.

No deja de resultar curioso, escribo ahora poco a poco mientras me arranco a caminar, que en esta semana de instituciones derruidas, leyes funestas, violadores en la calle y crisis de misiles en la frontera de la guerra nuclear, a mí los que más me hayan dado en qué pasear hayan sido ellos, precisamente. Pero ellos como personas, me refiero, no como seres capaces de llevarnos al desastre. Y ni tan siquiera como eso. Ellos como figurantes abstractos de un retrato que, como todos los retratos de la historia, nunca puede serle fiel al retratado.

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Creo que llevo demasiado tiempo preguntándome cómo es posible que los políticos sigan queriendo posar así, con esa teatralización forzadamente sobreactuada, como si tuvieran que fingir que fingen para parecer cercanos. Y lo creo porque hace demasiado que no siento las piernas del esfuerzo. A cada rato vuelvo a mirar las fotos del G-20 y se me activa otra vez la maquinaria. Pienso en esa pose que sólo son capaces de alcanzar los presidentes. Esa postura extraña con la que parecen querer decirle al pueblo que son iguales que el pueblo, pero que termina generando el mismo efecto que un padre hablándole a su hijo en jerga urbana. Y llego a la conclusión baldía de que tenían mucha más razón los reyes absolutistas que preferían ser pintados a caballo, como si estuviesen a punto de conquistar el mundo. Puestos a mentir y que se note, me digo ahora, mejor no dar la sensación de que lo que uno hace es absolutamente intrascendente.

Al rato me pongo en su piel y me lamento, claro. Qué descansada sería mi vida, fantaseo, si en vez de pasear chorradas propias me pudiese limitar a ejecutar las que me piensen otros.

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