
Ocurre que algunos que le vieron jugar, y todos los que no le vieron, dicen que todo lo que vino después ya lo había hecho él. Hay hasta un vídeo rulando por las redes, una especie de juego de espejos de las estrellas en las que se las compara a todas con él. Yo sospecho que nadie se lo cree del todo, eso de que Pelé inventó esto del fútbol, pero como ocurre siempre que muere una leyenda, lo importante no es tanto la verdad como lo que necesitemos creernos de ella.
De Pelé necesitamos su legado igual que de Messi y Cristiano necesitábamos el debate. Y quizá el mayor logro que cualquiera pueda alcanzar sea ese: obligar a la gente a dejar de centrarse en lo tangible para comenzar a regodearse en lo intangible. Esa línea que en el fútbol separa al futbolista de su época, más allá de la cual no se habla a través de estadísticas, sino de las emociones que ayudó a germinar.
Pelé es uno de los dioses del fútbol porque a él acude la feligresía cuando quiere zanjar sus disputas. Su nombre se pronuncia como se pronuncia un juramento, y poco importa que quienes lo invocan sólo lo conozcan de esa forma, pues lo que hizo antes de colgar las botas le sirvió precisamente para seguir jugando después en la imaginación de todo aquel que hoy sólo sabe utilizarlo como el marchamo de calidad con el que medir a sus ídolos.
Tengo un amigo que sigue llorando el final del Mundial. Según sus cálculos, quizá llegue a ver quince más. Así que desde hace unas semanas no para de llamarme entre horas para llorarme al oído y explicarme que ve muy difícil volver a vivir lo que pasó en 2010. Los brasileños que vieron a Pelé se acostumbraron a levantar Copas del Mundo como si aquello no fuera una peligrosa insensatez. Desde entonces, todas las estrellas brasileñas que han reinado en Europa ni siquiera han sido comparadas con él, que nunca jugó aquí. Lo suyo es una cosa distinta porque hace tiempo que se convirtió en una fábula. Algo así como un cuento que educa a los niños en la doctrina salvadora del balón.
Quizá lo único que le faltaba a Pelé para convertirse en Pelé fuese morir. Es posible que haya europeos menores de veinte años que mañana se sorprendan al comprobar no sólo que Pelé ya no existe, sino que alguna vez existió. Pero es lo que tiene haber fraguado su nombre en una época lejana más allá del Atlántico; haber construido su epitafio con sonoras conquistas nacionales, mientras el tiempo y la distancia envolvían su aura en el misterio de esa mágica tierra de la que no se quería marchar. Brasil, lugar propenso a fabricar nuevos dioses, pero pocas veces menos dispuesto a compartirlos como con él.
Hace años murió Di Stéfano. También Cruyff, y Maradona. Hoy ya se puede decir que el fútbol ha muerto, larga vida al fútbol.