Gracias al numerito de la bandera, la chica de lo de Puigdemont en Madrid ha logrado coronar con éxito dos objetivos políticos muy importantes para su fuerza política, estratégicos diría yo. El primero, conseguir que, al menos durante un cuarto de hora, la gente se acordase de que ese partido, Junts per Catalunya, todavía existe. El segundo, arrebatar merced al gesto heróico en territorio enemigo unos cien o ciento cincuenta votos en las próximas elecciones a sus competidores actuales más directos, los perroflautas rústicos de la CUP. Porque lo que durante ocho lustros había sido la indiscutible fuerza electoral hegemónica en Cataluña, además de la referencia partidaria no menos indiscutible del grueso de las clases medias autóctonas, la difunta coalición CiU, ha quedado para eso, para ejecutar payasadas escénicas propias de marginales antisistema.
Y mientras, la totalidad del poder institucional en su demarcación lo usufructúa la alianza apenas encubierta entre las dos izquierdas que operan en la plaza, la nacional y la nacionalista. El subproducto más definitivamente absurdo del procés es ese, el que en uno de los rincones de la Península Ibérica donde hay desde siempre más millonarios por metro cuadrado, el País Petit, la derecha local se haya acabado convirtiendo en bien poco más que una olla de frikis con manifiesta vocación folklórica y testimonial. Y de ahí la creciente desesperación de la gente de dinero, que se ha visto, ante la ausencia de unas siglas mínimamente presentables que defendieran sus intereses, en la necesidad de apadrinar operaciones tan extravagantes como la candidatura de un antiguo primer ministro francés a la municipalidad de Barcelona.
Tal resulta la situación de profunda orfandad política de los pobres burgueses catalanes que ahora mismo el partido con el que más se identifican es el PSC, al que perciben como una especie de sucedáneo de la antigua Convèrgencia. Al punto de que el apoyo al candidato Collboni entre los gremios empresariales de Barcelona, en particular los relacionados directa o indirectamente con el turismo, constituye un secreto a voces en la ciudad. ¿Alguien puede dudar que la derecha más estúpida del mundo a estas horas es la catalana?