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Enrique Navarro

20 años de la guerra de Irak (1)

España había sembrado mucho para tirarlo por la borda en una guerra de la que podríamos salir indemnes.

España había sembrado mucho para tirarlo por la borda en una guerra de la que podríamos salir indemnes.
Aznar y Bush en una imagen de archivo | Efe

El veinte de marzo de 2003, la coalición internacional con tropas angloamericanas apoyadas por los Peshmergas kurdos en el norte iniciaron la invasión de Irak con una serie de bombardeos de precisión con misiles Tomahawk y aviones de combate que eliminaron la capacidad de defensa antiaérea y los sistemas de mando y control iraquíes en apenas una semana. Cinco semanas después, las tropas aliadas entraban en Bagdad, y se daba por terminada la contienda bélica, que dio lugar a la ocupación, que es otra larga historia.

Las bajas en combates se estiman en unas quince mil, la inmensa mayoría, tropas de Sadam Hussein. Salvo algunas batallas de carros y resistencias aisladas fue un paseo militar para los 300.000 efectivos de la Coalición.

La decisión de invadir Irak, la adoptó el presidente Bush a los tres meses de tomar posesión de la Casa Blanca, mucho antes de los atentados del once de septiembre. Se pretendía, por una parte, terminar la inconclusa tarea de Bush padre; en cierta forma como todas las guerras que se inician, la decisión tuvo algo de mesianismo; por otra, eliminar a un enemigo de muchos aliados en la zona, decisivos para la estrategia en Oriente Medio.

Los hechos ciertos son que después de la guerra de 1991, las Naciones Unidas establecieron, a cambio de evitar la ocupación militar del país:

  • un mecanismo de control del espacio aéreo para proteger a las minorías kurdas y chiitas, masacradas por el régimen, algo que tanto anhelarían hoy los ucranianos, supervisado por británicos, americanos y franceses. Estos últimos fueron los que más pujaron por evitar la invasión en ambos conflictos por sus intereses económicos en el país.
  • Una comisión de control para la eliminación de las armas de destrucción masiva, químicas y biológicas usadas contra las minorías, así como de los misiles tipo Scud utilizados contra Israel en la primera guerra. La comisión tuvo que abandonar el país en 1998, ante la imposibilidad de realizar su cometido, lo que evidenciaba que el régimen tenía algo o mucho que esconder.

En diciembre de 1998, los Tornado y F-16 americanos bombardearon Bagdad y numerosos objetivos militares para asegurar que el régimen cumplía las sanciones, pero ya resultó imposible verificar el cumplimiento del mandato de Naciones Unidas. Cuando los republicanos llegaron al poder se encontraron que en diez años no se había conseguido ni reducir la capacidad militar iraquí ni el régimen de Saddam Hussein se había debilitado.

Tomada la decisión, Estados Unidos necesitaba construir el relato legitimador. El obvio, porque suponía la continuidad de los antecedentes: las armas de destrucción masiva que no se habían podido verificar ante el abandono de la Comisión. Insuficiente, por mucho empeño o exageración que se pusiera en la cocina para justificar la invasión.

En 2001, el presidente Bush se encontraba en una situación ciertamente complicada. Había sido presidente después de un recuento de tercer mundo. La incapacidad para doblegar al régimen de Bagdad había puesto a Estados Unidos en una situación de debilidad internacional y la pax globall solo alterada por los conflictos de Kosovo y Bosnia restaba peso político en un mundo en el que Rusia ya no era un actor estratégico y la economía china estaba a años luz de Estados Unidos.

Toda esta situación cambió de forma brutal el once de septiembre de 2001. Unos gañanes no solo se habían matriculado en una escuela de pilotos de Florida, sino que secuestraron cuatro aviones que destruyeron las torres gemelas, estrellándose otro con el Pentágono y el último por los pelos no dejó el Capitolio hecho cenizas. La gran potencia había demostrado una gran vulnerabilidad. La sociedad norteamericana no podía admitir que semejante golpe hubiera sido ejecutado por unos terroristas, sin más. Afganistán, por mucho soporte que dio a Al Qaeda, no servía al objetivo de restañar el prestigio perdido, e Irak reunía todos los ingredientes para recuperar el honor perdido y demostrar al mundo que Estados Unidos y su aliado británico continuarían dominando el mundo del tercer milenio.

La segunda cuestión que quisiera comentar es por qué España participó en la guerra, aunque no lo hicimos en ningún solo combate. Este análisis requiere también retrotraerse unos años.

En el año 2000, y de forma un poco sorpresiva, José María Aznar gana las elecciones por mayoría absoluta, lo que le permite liberarse de ciertas ataduras, de las de principiante y las de los nacionalistas. España había intervenido militarmente en Kosovo, con las primeras acciones militares ofensivas desde hacía décadas, y había apoyado a la coalición aliada en la primera guerra del Golfo, pero nadie en España parecía preocupado por la cuestión de Irak, nada nuevo.

La llegada de Bush a la Casa Blanca, por razones, algunas de ellas rocambolescas, generó una sintonía personal excepcional entre los dos presidentes que no se había dado en la historia, y que seguramente Bush no tuvo con ningún otro líder de su época. Nos convertimos en el aliado más fiel, en el socio respetado, y esto no fueron solo palabras. Nuestras empresas, incluso las de defensa desembarcaban en Estados Unidos con programas industriales muy relevantes; se nos incluyó en el grupo de los cinco fiables para recibir tecnología americana. Esto puede que a mucha gente le importe un comino, pero estas son las cosas que nos dan de comer.

Esta atmósfera, acentuada de forma dramática con los atentados del once de septiembre, nos llevó a una situación de alianza similar a la del laborista Blair. No se trataba del color político, es que estábamos allí y no debíamos salir. España había sembrado mucho para tirarlo por la borda en una guerra de la que podríamos salir indemnes con un poco de suerte. Cuando Marruecos asaltó Perejil, Estados Unidos apoyó la operación militar frente al hoy su gran aliado, Marruecos. Las alianzas como la amistad obligan y en este caso teníamos mucho que ganar si jugábamos bien las cartas y mucho que perder si no continuámos con un apoyo que tuvo mucho más ruido que realidad, otro craso error.

Sinceramente, creo que España solo podía decir sí, teniendo en cuenta el entorno. Alemania constitucionalmente no iba a intervenir y Francia, que de tapadillo apoyaba a los aliados, estaba coartada por sus intereses económicos y sus alianzas con un joven Putin para explotar Irak; lo más sorprendente fue el no de Canadá, aunque la llegada de Harper al año siguiente cambió la aproximación canadiense al conflicto. No podíamos otra vez quedarnos solos como don Tancredo.

Pero esta visión muy personal de Aznar no era compartida por todo el ejecutivo: muchos de ellos se referían a la guerra del presidente en términos muy despectivos, pero es que había un hecho diferenciador. Aznar no iba a presentarse a la reelección y estaba pensando en su futuro internacional y en el papel que España podía jugar en un futuro siendo aliado de la gran potencia, mientras que todos los de alrededor tendrían que pasar en un año por el tamiz de las elecciones. Aznar pasaría a la historia, aunque significara la derrota del PP. Existía un gran convencimiento en 2003 de que la guerra, especialmente con la gran y orquestada campaña, muy efectiva ante la falta de respuesta, del "no a la guerra", cualquier que fuera su desenlace, costaría las elecciones. Muchas veces he pensado si esta posible predicción no condicionaría la elección del sucesor.

El éxito militar de la operación se vio empañado por el retraso en la captura de Saddam Hussein, y por el comienzo de la acción terrorista que llevó a numerosas pérdidas humanas, entre ellos algunos compatriotas y compañeros del Comisionado del Gobierno para la Reconstrucción de Irak y de nuestras fuerzas armadas, a los que en este aniversario debemos recordar por su servicio. Después de estos atentados, el gobierno estaba sometido a un entorno hostil del que no le salvaría ya la buena marcha económica. Los atentados del once de marzo y la pésima gestión de las 48 horas siguientes terminaron con el gobierno conservador y con la alianza con los Estados Unidos, que a día de hoy no se ha recuperado del todo.

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