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Pablo Molina

El agua y la lagartija de rabo colorado

Se trata de avanzar en un programa totalitario en el que la destrucción de la propiedad de la tierra es uno de sus elementos fundamentales.

Se trata de avanzar en un programa totalitario en el que la destrucción de la propiedad de la tierra es uno de sus elementos fundamentales.
Pedro Sánchez. | EFE

Uno de los objetivos de la agenda 2030 es acabar con la agricultura, porque una vez implantado ese nuevo programa mundial los servicios de la gente que trabaja el campo ya no serán necesarios. Además, se erradica así la institución ancestral de la posesión de la tierra, elemento fundamental para la emancipación de los menesterosos y la creación de sociedades de propietarios, uno de los mayores obstáculos a los que se han enfrentado siempre los regímenes totalitarios. Stalin no decretó la colectivización forzosa del campo porque creyera sinceramente que esa fórmula iba a traer prosperidad al pueblo, sino porque los putos kulaks, los granjeros rusos, se negaban a plegarse a los mandatos del Kremlin protegidos por la posesión de sus tierras y animales, y así resultaba imposible hacer la revolución. Ahora ocurre lo mismo, pero el proceso se lleva a cabo a través de mandatos democráticos.

Los gobiernos ya no pueden decretar la colectivización forzosa del campo, porque existe un cuerpo legal que protege, mal que bien, el derecho de propiedad de los bienes raíces. Es decir, pueden intentarlo como hace en Castilla-La Mancha Emiliano García-Page, que pasa por ser el moderado del partido sanchista y acaba de impulsar una ley para expropiar las fincas que su Gobierno considere infrautilizadas (un socialista censurando la ineficacia de los empresarios: te tienes que reír), pero son iniciativas de alcance muy concreto y recorrido limitado. Lo que sí pueden hacer los políticos es quitar el agua a los agricultores, con lo que la tierra se colectivizará ella sola porque ya no habrá quien la quiera cultivar. En ello están.

El nivel de locura es tan atroz que ya no se trata de impedir la construcción de trasvases desde los ríos caudalosos del norte hacia las cuencas secas del sur o de cerrar los que existen. Sánchez ya va por la voladura de embalses y presas, para que el agua fluya improductiva en lugar de ser aprovechada para dar sustento a los centenares de miles de familias que tienen en el trozo de tierra legado por sus antepasados la fuente de su prosperidad. El pretexto es proteger a los animalillos que viven en los cauces de estos ríos y afluentes, que es tanto como volver a la Edad de Piedra, cuando los asentamientos humanos se hacían donde estaba el agua porque el hombre primitivo no sabía llevarla de un sitio a otro. Sánchez, ni sabe ni quiere, que es peor. Pero, como decíamos al principio, no se trata de una estupidez sincera porque los socialpodemitas crean de verdad que la destrucción de una presa es imprescindible para garantizar la supervivencia de la tortuga mora, la reproducción del camachuelo trompetero o el bienestar cotidiano del lagarto de cola colorá. Esa no es la cuestión. De lo que se trata es de avanzar en un programa totalitario más ambicioso, en el que la destrucción de la propiedad de la tierra es uno de sus elementos fundamentales.

En esta operación, los ecologistas actúan como punta de lanza muy eficaz. Ninguno de ellos ha trabajado jamás el campo ni conoce realmente los beneficios que los pantanos, presas y diques aportan al medio ambiente, en primer lugar para evitar la desertificación de toda la zona sur de España, una cuestión que a esta gente se la trae al pairo. Ellos son la infantería ruidosa de la ultraizquierda, que con Sánchez en el Gobierno están a tope de subvenciones haciendo una gran labor de destrucción. Son los que mandan realmente en España, aunque cuando se presentan a las elecciones en solitario les ocurre como al Pacma, que no les vota ni Dios.

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