Puesto que estamos ante una situación crucial para el futuro de España y, de paso, el de las dos Comunidades Autónomas —el País Vasco y Cataluña— gobernadas por nacionalistas con pretensiones secesionistas, bueno será empezar a discutir con seriedad cuál ha sido la aportación de éstos al progreso de las sociedades cuyos intereses dicen representar. Por razones sentimentales —pues no en vano nací, dentro de una familia de raigambre alavesa, en Guernica— me centraré aquí en el caso del País Vasco, aunque no habría que ir muy lejos para comprobar que los fenómenos que expondré a continuación tienen también una similar expresión catalana.
El progreso económico y social de una sociedad es siempre relativo, pues la mayor riqueza y bienestar sólo es constatable por comparación, bien con el pasado, bien con la realidad de otras sociedades próximas. Por eso, aquí haré referencia al País Vasco con relación al conjunto de España; y tendré en cuenta dos variables —la población y el PIB—, expresivas ambas de ese progreso. La población aumenta comparativamente porque las mejores condiciones de vida facilitan la reproducción familiar y, más importantemente en los tiempos recientes, suponen un atractivo para la inmigración. Y el PIB lo hace cuando se logra un mayor nivel de productividad que los vecinos, alimentando así la ampliación de la renta. Por tanto, en lo que sigue me fijaré en la evolución de la participación porcentual del País Vasco en la población y en el PIB de España desde mediados del siglo XIX hasta el momento actual. Y para sintetizar ambos elementos tendré en cuenta también la media geométrica de las dos variables. (Por cierto, dicho sea entre paréntesis, cuando los nacionalistas del PNV calcularon cuál era la participación del País Vasco en España, a los efectos del establecimiento del Cupo de 1981 —me refiero al famoso 6,24%—, lo hicieron obteniendo esa media geométrica).
Nuestro conocimiento estadístico del siglo que discurrió entre 1850 y 1950 es bastante limitado, aunque resulta suficiente para comprobar que, ya en el último cuarto del XIX, al amparo de la Restauración borbónica y de su política económica progresivamente proteccionista, el País Vasco amplió notablemente su presencia en España: la población pasó del 2,7 al 3,2 por ciento entre 1880 y 1900 —lo que quiere decir que su crecimiento, que hasta entonces no se había apartado de la pauta española, superó ésta en casi un veinte por cien—; y, por su parte, el PIB ganó un punto porcentual al pasar del 3,0 al 4,0 por ciento entre 1860 y 1900 —superando así a la dinámica poblacional—. Lo que estuvo detrás de este desplazamiento al alza del papel del País Vasco en España, no fue otra cosa que una industrialización basada en la siderurgia y las manufacturas metálicas, que resultó favorecida por el rendimiento de las exportaciones de mineral de hierro a Inglaterra y la protección del mercado interior español al amparo del pacto tripartito entre los cerealistas castellanos, los empresarios textiles catalanes y los metalúrgicos vascos que favoreció la Restauración. El papel del nacionalismo vasco en todo esto fue inexistente, no sólo porque Sabino Arana esperó a 1895 para crear su partido, sino porque el período al que me estoy refiriendo arrancó con la abolición foral y el inicio de los Conciertos Económicos, y se cerró con el auge de la autarquía franquista.
Dicho de otro modo, el despegue vasco bebió del auge del centralismo; y así continuó durante el medio siglo siguiente, hasta 1950, sin que el breve paréntesis de la autonomía vasca —que estableció la II República en octubre de 1936 y duró hasta junio de 1937, cuando las tropas de Franco tomaron Bilbao— ejerciera ningún papel. Y de esta manera, en esa media centuria —en la que el proteccionismo resultó exacerbado— el País Vasco continuó ganando población y sobre todo PIB. En 1940, la primera era ya el 3,7 por ciento de la de España, y el segundo se alzaba hasta la cota del 6,2 por ciento. La media geométrica se incrementó desde el 3,58 por ciento del comienzo del siglo hasta el 4,79 por ciento cuatro décadas más tarde.
A partir de 1955 disponemos de una serie completa de datos sobre las dos variables que estoy estudiando. Ello nos permite comparar lo que ocurrió antes y después del franquismo, cuando la autonomía y el poder nacionalista se instalaron en la dinámica social vasca. Hasta 1975 se asistió a la continuidad de la trayectoria anterior, pues la economía vasca se benefició de la paulatina liberalización que arrancó en el decenio de los cincuenta. Una liberalización que, sin embargo, resultó muy parsimoniosa por lo que concierne a la protección comercial exterior, a la vez que reservó radicalmente el mercado interior al capital nacional en determinados sectores, siendo el bancario el que más interesa a los efectos de la consolidación del capitalismo vasco. En el tercer cuarto del siglo XX, el papel del País Vasco en España llegó a su cénit: 7,80 por ciento del PIB y 5,69 por ciento de la población —en este caso en 1979—. La media geométrica alcanzó su máximo del 6,61 por ciento.
Lo que vino después fue la decadencia. Una decadencia que abarcó la totalidad del período de descentralización que posibilitó la instalación del PNV en Ajuria Enea y la progresiva ampliación del ámbito material de la autonomía —con la transferencia de competencias al Gobierno Vasco—, así como la configuración de un régimen económico-financiero, basado en el Concierto Económico, que dotó a esa administración de unos recursos que llegaron a duplicar, en términos per cápita, a los de las demás Comunidades Autónomas de régimen común.
Aunque desde el nacionalismo —con la ayuda, por cierto, de algunos académicos mal documentados— se ha tratado de negar la negativa incidencia que, para esa decadencia, tuvo el terrorismo, los estudios más solventes —como los de Abadíe y Gardeazabal, o los del equipo que lideró Rafael Myro— dejan claro que, entre 1976 —cuando arreció la campaña de ETA— y 2004 —cuando ésta se debilitó ostensiblemente—, la economía vasca fue perdiendo potencial de crecimiento, lo que se plasmó en una caída relativa de la población y el PIB. La primera pasó del mencionado 5,69 hasta el 4,92 por ciento en 2004 —y continuó bajando posteriormente hasta llegar al 4,60 por ciento en 2021—. Y el segundo descendió desde el citado máximo de 1975 hasta el 5,94 por ciento al mediar la primera década del siglo XXI. Con el final del terrorismo, esta ratio experimentó un débil aumento, pero volvió a retraerse después para anclarse en la proporción que acabo de señalar. Y si no fijamos en la media geométrica, las cifras no dejan lugar a dudas: del 6,61 por ciento de 1975 se ha pasado al 5,23 por ciento en 2021 —casi la misma cuantía, por cierto, que en 1955—, dentro de una trayectoria en la que, sin solución de continuidad, los valores han sido año a año descendentes.
El terrorismo nacionalista fue una lacra para el País Vasco, pero no olvidemos que encontró amparo en las administraciones gestionadas por los jeltzales del PNV, hasta el punto de que, como he mostrado en mi reciente libro sobre La financiación del terrorismo (Editorial Almuzara), éstas, con el Gobierno Vasco en cabeza, aportaron recursos económicos para el sostenimiento de ETA. En consecuencia, tanto el nacionalismo radical como el nacionalismo institucional tuvieron un papel sin duda destacado en la decadencia del papel del País Vasco en España. Los vascos debieran saber que ser gobernados por nacionalistas no les proporciona ninguna ventaja, pues la eventual mejora de los que se aposentan en su región —basada ahora, sobre todo, en un régimen fiscal privilegiado— resulta más que compensada negativamente por la pérdida que soportan los que la abandonan porque no encuentran empleos en ella —o los que ni siquiera nacen en esa sociedad por su extremo envejecimiento—. Esta es la respuesta a la pregunta con la que he titulado este artículo.