En la mejor tradición leninista y podemita, la dirección del PSOE quiere ahora someter el pacto de Gobierno que están dispuestos a firmar al coste que sea a un referéndum entre sus militantes que, por supuesto, aprobarán de forma entusiástica cualquier decisión que tome Sánchez: no se puede esperar otra cosa de esa cosa a mitad camino entre el fundamentalismo religioso y el más obsceno interés económico personal que es hoy en día militar en un partido político español.
Es una decisión tan previsible como lamentable: Sánchez trata así de acallar las críticas internas, laminar a la disidencia y blanquear un acuerdo tan nocivo para la democracia y la nación que ya ha sido criticado hasta por Felipe González y Alfonso Guerra, sectarios como pocos y, aunque la mayor parte de la derecha se empeñe en olvidarlo, los que iniciaron la división social y el retorno a los esquemas ideológicos de la Guerra Civil que han hecho imposible el acuerdo entre socialistas y populares que ellos mismos reclaman ahora en vano.
Es la misma táctica que Pablo Iglesias usó en alguna ocasión en Podemos, singularmente para que sus militantes avalaran la compra del chaletazo de Galapagar. El resultado a muy corto plazo puede ser contundente: cerca del 70% de los inscritos en el partido morado avalaron que el líder que había prometido no salir de Vallecas se marchase a Galapagar y aquí ocurrirá algo parecido, probablemente con un porcentaje a favor aún más rotundo.
Sin embargo, a medio y largo plazo esa consulta trampa no servirá de mucho al presidente del Gobierno. No va a hacer callar a González y Guerra ni va a eximirle a él de la enorme responsabilidad histórica que su infinita ansia de poder le está haciendo contraer.
Porque por mucho que de forma cobarde pregunte a sus militantes para esconderse detrás de una votación amañada el que está poniendo España en almoneda es Pedro Sánchez; el que está decidido a arrasar el sistema democrático es el presidente en funciones; el que está dispuesto a entregar la Nación con tal de seguir en el poder es el secretario general del PSOE y no un militante que o está completamente fanatizado o come y vive –y muy bien– del partido o, en el peor de los casos, las dos cosas.
Lo más importante, no obstante, no es que la maniobra de Sánchez sea o no infame y cobarde, lo esencial de esta cuestión es que los socialistas con carnet no son quién para decidir el futuro de España. Si Pedro Sánchez quiere consultar a alguien sobre decisiones y medidas que no sólo no estaban en su programa electoral sino que negaba hace sólo unos meses que renuncie a ser investido presidente y vaya a unas elecciones el 14 de enero con un programa electoral que incluya esa voladura constitucional que está dispuesto a llevar a cabo y que, por mucho que se empeñen, los militantes del PSOE no pueden convertir ni en legítimo ni en legal por el arte de birlibirloque de una consulta trucada.