
Estas vacaciones salté, como dice la canción, de La Coruña a Gibraltar. Por el camino, paré en Cádiz y Ferrol. De la Torre de Hércules a la Pepa, Coruña y Cádiz son reversos cardinales: penínsulas azotadas por vientos y mareas perennes; reductos de idiosincrasia norteña y sureña, cervezas y equipos de fútbol refractarios a lo foráneo.
A Ferrol nos llevó la promesa de amor eterno entre dos. Siempre me pareció un lugar olvidado, donde el gris del cielo inunda las calles y sus habitantes vagan errantes por la ciudad. Los uniformes blancos de la Armada salpican el paisaje y uno no sabría decir si han sido destinados a una misión, al gulag o al eterno peregrinar de la Santa Compaña. "Infernol", la han bautizado algunos.
Cuán equivocado estaba porque, al día siguiente, fui a misa con un amigo que vive allí. Y en los oficios matinales encontré una iglesia abarrotada de vida: berridos de críos ahogando el sermón, padres enfundados en sus mejores galas dominicales y un murmullo alegre que sustituía al silencio sepulcral habitual. A la salida, al contemplar la escena como si estuviera en una cápsula del tiempo, mi amigo me habló de ese Ferrol, reducto caudillista en el que aún perviven los viejos usos y costumbres. Jóvenes al frente de familias numerosas; ellos haciéndose a la mar y ellas en puerto, estoicas, con la prole a cuestas y sus cafés mañaneros para acompañarse en esa larga espera. En verano, con la vuelta de muchos y las reuniones de los clanes familiares, las piedras de sus calles vuelven a soportar el peso de lo que la ciudad una vez fue.
Días después, cruzamos la península hasta la provincia gaditana. Tiene Cádiz esa magia, ese ¡arsa!, un duende que me hace volver todos los veranos desde que la descubrí a pesar de ser un norteño pertinaz. En una de nuestras excursiones, nos dirigimos a Tarifa por aquello de sentir que uno toca el continente africano. Allí, envueltos en sal y humedad, sobre las siete de la tarde, unos tambores lejanos de Jumanji nos guiaron a la playa. Y allí encontramos un chiringuito que parecía una olla a presión, con cuerpos tostados y tatuados, unos arrugados y otros operados: ellas, con sus labios alérgicos y senos antigravedad; ellos, con sus músculos deformes y felpudos capilares, resucitados de entre los alopécicos.
Quisimos entrar, pero no estábamos en la lista. Nunca pensamos que las tardes de chiringuito pudieran refinarse de tal forma, pero nos dirigimos al contiguo, que recogía los rechazos del primero. Nadie nos preguntó por listas, y quizá no cambió la proporción de cuerpos tatuados, pero sí aumentó la de arrugados frente a operados. Esperamos religiosamente por nuestras cervezas y nos dedicamos a contemplar el reverso cardinal de la escena ferrolana: el paraíso del soltero, la polinización de las flores que comienzan a marchitar y esas arrugas que se estiran como el chicle de la edad.
La alegría, todo sea dicho, se desbordaba en aquella playa. En honor a la verdad, mucho más que a la salida de misa en Ferrol. Mientras volvíamos a la capital, recordaba ambas escenas y me preguntaba por esta inversión del orden natural del hombre, con veinteañeros casados y casamenteros –la endogamia de la Armada no es ningún secreto– y cincuentones con vocación de solteros. La adolescencia y madurez en cuerpos intercambiados, viajando a través del tiempo en direcciones opuestas. Mi humilde apuesta es que en la playa había más alegría, pero menos felicidad. Es lo que uno aprende, cuando toca, de las mañanas de resaca y noches que no vuelven más. El arrepentimiento no mejora con la edad.