Yolanda Díaz ha pasado en poco tiempo de un look típicamente de proletaria a un outfit propio de la burguesía de la calle Serrano. Cuando felicitaba a Fidel Castro lo hacía con peto vaquero en plan clase obrera, pero ha evolucionado y para entrevistarse con Puigdemont se disfraza como para ir a las carreras de Ascot. Ha cambiado de referentes estéticos, sustituyendo a la Pasionaria y Rosa Luxemburgo por Vogue y Marie Claire. Nunca deja de sonreír ante dictadores, terroristas y golpistas, pero ha dejado de frecuentar mercadillos de barrio para pisar las mullidas alfombras de las tiendas de lujo de la calle Serrano. No hace Díaz sino seguir los criterios de moda de la izquierda española, que pasó de los jerséis sindicalistas de Nicolás Redondo a la chaqueta de pana de Felipe González y, últimamente, a los trajes a medida de Pedro Sánchez.
Alfonso Guerra también ha evolucionado en su vestimenta y viste mejor, entendiendo por ello el aburguesamiento del lujo. Igual conserva en su guardarropa la chaqueta de pana con la que destrozaba el dress code de la indumentaria parlamentaria. Lo que no ha perdido es su talante vitriólico, su sonrisa de hiena y el convencimiento de representar a la izquierda auténtica. Si hace 40 años Boyer, Semprún y el propio González le parecían un hatajo de traidores a la clase obrera, no digamos lo que le parecerán los pijos con vistas a Malasaña de Sánchez, Calviño, Marlaska y cía.
Por otro lado, los socialistas llevan 50 años riéndole las hirientes gracias a Alfonso Guerra, los más brutales sarcasmos, las sátiras más crueles contra los adversarios políticos. Pero ahora, sutilmente machistas, deploran que se las haga a una mujer "por el hecho de ser mujer". La nómina de damnificados por las burlas salvajes del líder del clan de los sevillanos de la tortilla incorpora a Adolfo Suárez ("tahúr del Misisipi"), Enrique Tierno Galván ("víbora con cataratas"), Verstrynge ("nazi estúpido"). De Miquel Roca dijo que "puede vender dos o tres veces diarias a su madre y, además, nunca se sabrá si está en posición de comprador o vendedor". A Carrillo lo tildó de asesino. También a los de su propio partido le dedicaba piropos como bombas de racimo: a la troupe que acompañaba a Felipe González en la bodeguiya de Moncloa, "cucarachas". Un tal Galeote, "cojo inútil". Zapatero, "Bambi". Pero Alfonso Guerra no era machista en absoluto y trataba igual de mal a las mujeres. Soledad Becerril fue rebautizada como "Caperucita Roja vestida de Carlos IV".
Ahora ha criticado la frivolidad política de Yolanda Díaz atacando su superficialidad estética a raíz del ataque de la vicepresidenta a González: "Le habrá dado tiempo entre una peluquería y otra". Lo que ha dado pie al habitual postureo pseudofeminista sobre que "se acabó el machismo" y que es detestable que se juzgue a las mujeres por su aspecto. Como decía, Guerra ha sido un adalid del feminismo. Azotaba retóricamente a hombres y mujeres hasta hacerlos sangrar sin distinción de sexos, no como otros. El feminismo no consiste en considerar impunes a las mujeres respecto a las críticas vitriólicas, sino aceptar que siendo un personaje público uno tiene el deber de aguantar las burlas más hirientes. A las que responder no con desmayos histéricos de dama victoriana, sino con despreciativo silencio o jugando la misma carta del insulto sarcástico. Hay que poner a leer a Díaz y Calvo la correspondencia entre Quevedo y Góngora. Que le pregunte la Mary Poppins de Sumar a José Luis Martínez-Almeida sobre sus motes acerca de su aspecto físico en los medios progres. O los intercambios parlamentarios entre Guerra y Rodríguez de Miñón, que lo menos que le decía al político socialista era ignorante con ínfulas y que de los libros solo se leía el resumen de la contraportada. Irene Montero le llegó a poner una demanda a un poeta satírico por reírse de sus pretensiones de haber llegado al cargo de ministra por sus méritos intelectuales sin sombra de nepotismo. Muy feministas hasta que se ponen en modo damisela ofendida en su honor.
No es Alfonso Guerra digno de compasión por el cancelamiento que está sufriendo. Prueba de su propia medicina. Además, Sánchez no hace sino rematar la faena de destrozar las instituciones democráticas que empezaron González y Guerra con su proyecto de no dejar que a España la reconociera ni la madre que la parió. Ahora Guerra se hace el sorprendido y, con más kilos y más canas, critica a la izquierda que haya llegado al final del callejón sin salida donde él y sus colegas sin escrúpulos y sin conocimiento nos metieron. Para rematar la ironía histórica deberían echar del PSOE a González y Guerra. Se cumpliría aquello de Felipe de dos por el precio de uno.