
Las sesiones de investidura del candidato Feijóo se resumen, quizá, en una frase muy sencilla: apareció un político. Esto tan simple y de cajón es para hacerlo notar porque la aparición de un político en el Congreso no es algo que haya ocurrido mucho en sabe Dios cuánto tiempo. Para mí que desde el segundo mandato de Aznar, y de eso han pasado unos veinte años, no se había visto a un ejemplar de esa especie en extinción en el Congreso. En la primera fila, no. Los socialistas empezaron a poner a maniquíes como dirigentes —ahora líder se lo llaman a cualquiera—, pero conservaron a algunos políticos en la trastienda durante un tiempo. Hoy se puede decir que a ninguno. Y en el resto del patio, PP incluido, no han abundado ni abundan. Alguno habrá, pero camuflado.
A los que regentan ahora las siglas del PSOE se les podrá llamar políticos en modo peyorativo, como se suele usar en nuestro país, pero no políticos en el sentido tradicional del término, que no siendo necesariamente positivo, implica una complejidad y unas capacidades hoy ausentes ahí. Saben de trucos de comunicación, saben manipular, y tienen la suerte de que las siglas aguantan y los aguantan. Y saben de estratagemas, maniobrillas, trampas y trucos, como la que prepararon, en secreto absoluto, como si fuera la gran operación, para hacer de menos a Feijóo y a su intento de investidura. "¡Os váis a divertir!", les dijeron a los suyos. Pues claro. Para replicarle al "cateto" iban a sacar a un "cateto" propio. Qué risas. Y soltaron al cateto a babor como quien suelta a un perro hambriento, para que le ladrase a Feijóo como si fuera un vagabundo que intenta entrar en finca ajena. Pobre Puente, la ciudad no es para él, aunque como apuntó Igea, que le conoce, el hombre se esforzó por ser elegante. Valió la pena, dice Patxi, para "descolocar" al PP unos tres minutos.
Un político, esa rara avis que el viento de la nueva política terminó aquí de llevarse, es alguien que reconoce las diferencias y, por eso, llega a acuerdos, pero también es alguien que conoce las debilidades del adversario, las reales, no las que inventan aprendices de spin doctor, se las recita a la cara y lo deja tocado y, a veces, hundido. Como el PNV cuando se le puso delante su destino clínex, porque ellos mismos se lo han currado. Sánchez no se quiso arriesgar a una humillación como la del debate electoral y dio la espantada, pero no pudo librarse de pasar de la alegre carcajada al bruxismo hipertenso. Mientras tanto, Yolanda, entre tuit y tuit desesperado —¡estamos perdiendo el tiempo!— se achantaba en el banco como una niña castigada a escuchar la lección que no quiere recibir. Sorprende que no se tapara los oídos para no oír el ruido que hizo su castillo de naipes al venirse abajo, ruido leve por la falta de peso. Pero lo de Díaz es de capítulo aparte: asistimos a la desintegración del personaje que había interpretado con habilidad hasta hace poco tiempo.
La aparición de un político en el Congreso fue lo que hizo que con sus altos y bajos, sus posiciones erróneas o discutibles —pondré una, que señaló en el momento el historiador Roberto Villa García: proponer un delito de deslealtad institucional y no la recuperación de la sedición— se pudiera aguantar a pie firme el debate de investidura y diera, incluso, la impresión de que allí, quitando a los más señalados incomparecientes, se estaba en un parlamento. Los socialistas hicieron todo lo posible para que no lo pareciera, como han hecho estos años, cero novedad. Y puede ser que algunos, por no haber visto nunca a un político, no entendieran nada. Pero todavía quedan restos de lo que hubo alguna vez. No hay que dar todo por perdido. Donde aparece un político pueden aparecer más y dejar fuera de juego a criaturas que sólo articulan consignas, maquiavelitos del todo a cien y maniquíes.