
La mayor parte de las personas somos normales y mínimamente educadas y por eso no nos dedicamos a acosar a nadie por razones políticas en nuestra vida diaria. Esta semana, sin ir más lejos, me crucé con Jordi Évole a las puertas del Ateneo y ni siquiera me paré a insultarle por proetarra, fíjense el autocontrol. Pero brutos y brasas los hay de todas las ideologías y de todo pelaje, de modo que no deja de ser algo habitual que un político se tropiece con uno de ellos de vez en cuando. Lo normal es que el encuentro se salde como mucho con un par de palabras subidas de tono y a otra cosa mariposa, como han señalado estos días profesionales del gremio tan opuestos ideológicamente como Gabriel Rufián y Víctor Sánchez del Real. Pero cuando el político en cuestión es un engreído y un prepotente que asume que su cargo lo coloca por encima del ciudadano común, como ha quedado claro que es el caso de Óscar Puente, la situación pasa a mayores.
Los hechos han quedado bastante claros: un tipo más brasas que una mosca nocturna intentó repetidamente, cámara de móvil en mano, que el diputado socialista le diera su opinión sobre Puigdemont. Porque en 2017, cuando la consigna del PSOE era otra, Puente declaró que el catalán era "uno de los mayores irresponsables de la política europea de los últimos 150 años" –política europea que durante ese periodo ha incluido a dictadores como Hitler, Stalin, Mussolini, Lenin, Franco, Tito, Enver Hoxha o Salazar, por nombrar unos pocos– y lo llegó a poner en el "top 5" de la irresponsabilidad, lo que viene a situarlo por encima de algunos de los anteriores. "Yo creo que lo que está haciendo Puigdemont no tiene ni pies ni cabeza", aseguró, pidiéndole que dejara "de dar este espectáculo" con el que estaba "dañando claramente la imagen de España". La reacción de Óscar Puente fue utilizar explícitamente su condición de diputado para intentar que la Policía echara al pelmazo del tren. No tuvo éxito, pero provocó un retraso por el que sería de justicia que Renfe le pasara la factura.
Porque el pelmazo en cuestión puede ser lo peor, tener antecedentes e incluso condenas por conductas violentas como ha recalcado la izquierda habitualmente tan tolerante con delincuentes como los etarras o Puigdemont. Pero lo que muchos han calificado de agresión, acoso o insultos no es más que un pesado maleducado ejerciendo como tal. El personaje podría ser aún peor de lo que es, podría incluso ser uno de los violadores y pederastas que han salido a la calle por culpa de las leyes de la izquierda, y aun así lo que hizo en el tren sigue estando a años luz de de la violencia, esta sí, real que ha normalizado, justificado y aplaudido la izquierda cuando se ha dirigido contra sus rivales políticos, especialmente desde el 15M y la desgraciada irrupción de Podemos en nuestra historia reciente.
Sin acudir a la hemeroteca, me vienen a la memoria los escraches aplaudidos por Pablo Iglesias como "jarabe democrático" contra los domicilios particulares de políticos del PP y los lamentos posteriores cuando algunos en la derecha le tomaron la palabra y procedieron a acosar su propio chalet. Recuerdo cómo Podemos premió a Alejandra Jacinto con un puesto en sus listas a la Asamblea de Madrid por acosar a una Villacís embarazadísima un par de días antes de que saliera de cuentas, poniendo en riesgo su bebé. Recuerdo las justificaciones al acoso a Cristina Cifuentes cuando regresaba a casa mientras su hijo lo tenía que contemplar desde el balcón. Recuerdo la violencia nacionalista contra los mitines de partidos de derecha y de centro en el País Vasco, que el entonces secretario general de Podemos despreció calificando de kétchup la herida sufrida por una dirigente de Vox. Recuerdo el lanzamiento de piedras contra el mitin de Vox en Vallecas y la violencia salvaje contra asistentes y policía, todo ello aplaudido a rabiar por la izquierda. Recuerdo los continuos asaltos a carpas informativas de Vox, S’Acabat o Sociedad Civil Catalana. Recuerdo el puñetazo que se llevó el entonces presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, entre el jolgorio generalizado de sus rivales. Recuerdo el crimen hispanófobo de Víctor Laínez, cuyo asesino Rodrigo Lanza daba conferencias apoyadas por Podemos y cuya inocencia por un crimen anterior por el que pasó tiempo en la cárcel había sido proclamada a los cuatro vientos por progresistas de pedigrí como Julia Otero.
Aun con todo, es cierto que la violencia política no es patrimonio de ningún partido ni ideología, ni en España ni en ningún sitio. Plastas y bestias los hay de todo tipo de pensamiento y opinión. Pero mientras que la derecha ha repudiado la violencia, la izquierda y el nacionalismo la han protagonizado, alabado, justificado y premiado. Una y otra vez. Que ahora se hagan las víctimas sólo demuestra que para ellos existen dos clases de ciudadanos, los intocables que tienen derecho a agredir, acosar e insultar y la despreciable plebe. Por más que se empeñen, lo que ha demostrado este episodio no es que la derecha y la ultraderecha estén generando un caldo de cultivo que justifique la violencia contra socialistas, comunistas y nacionalistas, sino que Óscar Puente es un político de la ganadería del "no sabe con quién está usted hablando" que no duda en abusar de su cargo para retrasar el viaje de cientos de personas con tal de vengarse por unos segundos de incomodidad. Puño de hierro y mandíbula de cristal.
Desgraciadamente, el ciclo político que arrancó el 15M ha traído una rebaja enorme en los estándares aceptables de comportamiento tanto de los políticos como de los ciudadanos. Eso, que muchos lamentamos en su día, sólo produce protestas ahora cuando la izquierda o el nacionalismo recibe una milésima parte de lo que ha promovido. Y será necesario mucho tiempo para que España regrese a algo parecido a la civilización, si es que lo conseguimos. Lo único que está claro es que los Óscar Puente no van a acelerar el proceso.