Son días de bandera y banderas en España. La importancia de éstos ha arrastrado a las calles a las segundas. En la última ronda de desfiles de la enseña nacional, el pueblo se las ha ingeniado para añadir algún mensaje al que el mero uso de la bandera ya envía –de libre interpretación y albedrío en España–. En trazo gordo, se escribió "la Constitución destruye la nación". El escudo, recortado para denunciar que el régimen del 78 había muerto. Y es que el español posee talento innato para innovar en lo accesorio. Sin embargo, no ha cambiado esa mala costumbre de pasear el trapo de insulsas estrellitas amarillas sobre fondo azul cada vez que sufrimos cualquier conflicto doméstico. El síndrome de Estocolmo de la sociedad española con Europa tiene largo recorrido. Desde hace décadas, el secuestrador sobornó a conciencia a los españoles, cuando sus fondos revistieron nuestra piel de asfalto y raíles y nuestras ciudades de carril bici como si fuéramos clasicómanos de Flandes. Atrás quedaba la España castiza y casposa: éramos modernos europeos con acceso VIP al continente.
Hoy, el vasallo come las migajas de su fiel amo y llora agradecido. Y nunca mejor dicho, porque uno de los peajes por esos fondos europeos fue una constante reducción en nuestras cuotas agrícolas, ganaderas y pesqueras. Años después, llegó la prohibición de ciertos pesticidas y reducción de fertilizantes para mejorar el suelo y reducir emisiones de gases invernadero; noble iniciativa si no fuera porque no existen sustitutos para mantener la producción a un coste competitivo frente al exterior, al que no se le exigen dichos estándares, y el porcentaje de emisiones de la UE respecto al resto del mundo es irrisorio. Por si fuera poco, nuestros trabajadores del sector primario tendrán que lidiar con la nueva ley de restauración de la naturaleza, que podría suponer una reducción de la superficie de explotaciones ganaderas, y la posible modificación de la ley de bienestar animal. Las malas lenguas advierten que incluirá una reducción del número de animales por metro cuadrado en las granjas, contribuyendo al aligeramiento de las instalaciones y de nuestras carteras, porque la mitad de los pollos no se venderán por el mismo precio. El mercado, amigo.
Parece que el burócrata europeo ha desarrollado una obsesión por la legislación que llega a invertir el orden lógico del progreso. Antaño, la tecnología que se descubría debía ser viable desde el punto de vista técnico, luego ser económicamente rentable y, finalmente, cuando se incorporaba a nuestras vidas, la legislación regulaba su aplicación. Hoy en día, la UE está poseída por el demonio legislador, ordenando en sus leyes objetivos finales sin saber si los medios disponibles permiten alcanzarlos. Y así encontramos la prohibición del motor de combustión a costa del coche eléctrico cuando la infraestructura de recarga necesaria está en pañales y su huella de carbono, derivada de la fabricación de sus baterías, es superior a la de los primeros (mejor no pregunten dónde ni quién extrae los minerales necesarios para su fabricación. Pista: no son adultos europeos cualificados, precisamente). O proyectos faraónicos de producción de hidrógeno a partir de energías renovables y su transporte por corredores que atravesarán Europa, con unos costes muy superiores a los del proceso convencional. La inversión privada necesita de fondos públicos para que resulte rentable, convirtiéndola en inversión política.
Si Europa nació como un proyecto de libertad, hoy no se reconoce en el espejo. Los Estados son rehenes del continente, del mismo modo que lo somos sus ciudadanos, y lo seremos aún más si se consuman los proyectos Gran Hermano de identidad y euro digitales o huella de carbono asociada a las compras y consumo de la tarjeta de crédito.
La sociedad española se manifiesta pidiendo auxilio a la UE ante los desmanes de Sánchez y ésta responde con las felicitaciones de la presidenta de la Comisión Europea (del Partido Popular) y otros candidatos socialistas europeos al "electo" presidente. Los disturbios en Ferraz consiguieron que el continente dirigiera su mirada al vecino sur para estudiar y debatir la ley de amnistía este pasado miércoles y acto seguido comunicar que seguirían de cerca el asunto. Ya saben, ese "deeply concerned" (en plata: no voy a mover un dedo) que tanto gastan. Por no mencionar los años que han permitido al prófugo Puigdemont campar a sus anchas en Bruselas en su campaña independentista. No se engañen: hoy por hoy, los que mandan en Europa son los mismos que mandan aquí. Por eso no parece que tenga mucho sentido salir a la calle con banderitas de estrellas sobre fondo azul. Europa no nos salvará. No se trata de suspicacias esquizofrénicas o paranoias identitarias, sino del viejo refrán: obras son amores y no buenas razones. Las naciones de la UE han perdido su condición para convertirse en entes burocráticos y ficciones jurídicas que administran el dinero europeo. Y nuestro gobierno actual es su orgulloso cobrador del frac. Dan ganas de que, como decían, Europa termine en los Pirineos.