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Abandone a su abuelo por un módico precio

Sea un fracaso personal o el fracaso de la sociedad que hemos creado, la soledad no entiende de calendarios.

Sea un fracaso personal o el fracaso de la sociedad que hemos creado, la soledad no entiende de calendarios.
Varios ancianos en una de las salas de la Residencia de mayores de Carballo | M. Dylan - Europa Press - Archivo

Contaban los telediarios esta semana, deprisa y corriendo porque lo incómodo no interesa, que los estudios indicaban que el 14% de los mayores "experimentaban soledad". Experimentan, como quien tiene frío, hambre o moratones; como si algunos días uno amaneciera resuelto a sentirse acompañado y otros le fallaran las fuerzas, sucumbiendo al ataque de la maldita soledad. Las fuentes del dato no deben andar muy alejadas de las que pronostican un 2050 sin combustibles fósiles o la victoria aplastante del centro derecha en las próximas elecciones porque Pedro Sánchez es un apestado a ojos del populacho. Dejando de lado los ladridos que anunciaban al presidente en el Parlamento Europeo y sus bemoles para tildar de filonazi a un alemán en su discurso de clausura de la presidencia española de la Unión –lo próximo será acusar de esclavista a otro blanquito anglosajón–, no parece que los gurús del dato en cuestión se hayan acercado a menos de 500 metros de una residencia.

La familia no se escoge y la de Rosa son las enfermeras y auxiliares que desempeñan el papel con el acierto de las actrices que consiguen su primer papel en la escena hollywoodiense. Al fin y al cabo, les pagan por ello. Su hija se deja caer por el centro de vez en cuando, agobiada por el peso de la rutina y sus prisas, y tal como viene, pasa lista con su madre, pone el check en la agenda y se va; otro hijo vive fuera, y el tercero en discordia hace honor a dicho título. Aurora, su vecina, perdió a su marido hace unos años, en el viejo mundo (A.C., antes de COVID). Compartían habitación. Ahora está en una planta diferente, pero no es raro encontrarla paseando por la planta baja, cerca de ese cuarto donde eran felices. Estos días anda más animada, con la sonrisa cambiada, por esos paseos cerca de su difunto marido y la cada vez más cercana visita navideña de sus hijos y nietos.

Estas mujeres, eternas, fruto de la fuerza de la naturaleza femenina y la dieta mediterránea, languidecen en espacios diáfanos, bajo luz fluorescente y a la vera de extraños a los que llamar familia. Ellas, que cuidaron de sus madres en la casa hasta el último aliento, no conciben aparcar a la abuela en la esquina. Aún así, cursan penitencia y callan ante sus hijos. Saben que un sueldo era suficiente para mantener a tu familia, y el que no trabajaba cuidaba a la madre que le parió o parió al otro. Ahora, incluso con dos sueldos, la cuestión se antoja imposible: perderíamos la vida dándola por ellos. Y tímidas, con sus ojos hablando y los labios callando, no ofrecen queja ni resistencia.

Quizás el 14% esté revisado a la baja porque las residencias rebosan vida en diciembre, inundadas por esas visitas de agenda. A veces, esos hijos que visitan a sus padres parecen feligreses acudiendo al confesionario. Y es que un módico precio no soborna a la conciencia. Sea un fracaso personal o el fracaso de la sociedad que hemos creado, la soledad no entiende de calendarios. Unos días, horas o minutos no maquillan –incluso acentúan– el vacío del resto del año. Lo peor no es la soledad per se, sino saberse acompañado antaño y ahora abandonado.

Dicho sea de paso, si entran en la web y teclean "adopta un abuelo", pueden cambiar el mundo. No el de todos, pero sí el de alguien. Incluso el suyo. ¿Hubo alguna vez algo más valioso?

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