Cataluña, como supongo ya informado al lector, padece el mismo problema estructural y crónico que Etiopía: tampoco hay agua. Si bien, y a diferencia de lo que ocurre en Etiopía, los catalanes ven cada vez más restringido su acceso al líquido elemento solo porque así lo decidieron en su día sus legítimos representantes políticos; únicamente por eso. Y es que no existe ni nunca ha existido problema técnico alguno que impida a los habitantes de Cataluña disponer de los recursos hidráulicos suficientes a fin de dar cumplida satisfacción a sus necesidades colectivas en esa materia.
Bien al contrario, el abastecimiento de agua suficiente para Barcelona y su gran área metropolitana se hubiera resuelto para siempre, y de un modo en extremo sencillo, con la puesta en marcha de aquel difunto Plan Hidrológico Nacional que se intentó poner en marcha justo tras el cambió de siglo, en el ya lejano 2001. Pero el problema que acabó convirtiendo en inviable el Plan Hidrológico era su segundo apellido. Porque aquel ejercio de elemental sentido común, la idea de dar de beber a Barcelona con el caudal excedente del Ebro, planteaba a ojos de los separatistas catalanes —que todavía no habían salido del armario— el grave inconveniente de propiciar la construcción de una gran infraestructura de carácter nacional español.
El Plan Hidrológico Nacional hubiera sido, en el XXI, algo equivalente a lo que, en el XX, supuso la red radial de Renfe en tanto que elemento vertebrador de todos los territorios periféricos del país. Al cabo, la Renfe acabó haciendo mucho más por la unidad de España que los Reyes Católicos. Y eso los separatistas lo sabían muy bien. Tan bien lo sabían que se emperraron con el trasvase del Ródano, un río extranjero que les hubiese garantizado la independencia hídrica, para combatir los riesgos políticos evidentes que para su programa oculto hubiese encerrado el PHN. La alternativa de las desaladoras, aquella tontería que después se le ocurrió a Zapatero, no fue más que otra coartada para ocultar la genuina razón de su rechazo frontal. En fin, pues a pasar sed.