
Durante décadas, el criminal liderazgo palestino ha mandado a sus jóvenes a morir –si podía ser matando, pero lo sustancial era que muriesen– contra un control de seguridad israelí o frente a la frontera o donde fuese. El único fin de este brutal sacrificio humano era que la prensa occidental se hiciese eco de los "crímenes de Israel" y eso les permitiese seguir su campaña de odio.
Lo más triste de todo es que, efectivamente, la prensa occidental y las televisiones seguían al dedillo el guión marcado y llevaban a sus portadas y telediarios que un palestino moría por disparos israelíes –por poner un ejemplo– omitiendo pequeños detalles como que el muerto llevaba un cuchillo con el que había intentado apuñalar a varias personas.
Ya hemos comentado aquí en alguna ocasión que hay cosas de la sociedad palestina que no se entienden en Europa y mucho menos en España. Una de ellas, la principal, es el desprecio por la vida ya no de los judíos, si no de su propio pueblo: a los líderes de Hamás o Fatah no les importa lo más mínimo que mueran miles de los suyos, de hecho los primeros esconden los objetivos militares legítimos entre la población civil, lo que aumenta exponencialmente el número de muertos en las guerras o los bombardeos con los que Israel responde a cada barbaridad.
He hablado de desprecio por la vida y creo que no he sido suficientemente claro, porque no es que no les importe que mueran palestinos, es que les conviene: llevan décadas, como decía, sacrificándoles como carne de cañón para mantener su poder, que sólo se sostiene por el odio y el conflicto.
Otra de esas características clave es el prestigio de la violencia: en una sociedad mínimamente civilizada –aunque les confieso que ya casi no sé qué es eso a la vista de lo que está pasando en medio mundo– lo que hizo Hamás el 7 de octubre es tan aterrador y despreciable que provocaría una reacción en contra. Entre la izquierda enferma de algunos países y entre los palestinos esa demostración de fuerza le da a Hamás un liderazgo no sólo militar, sino también político y moral, si es que se puede hablar de algo parecido a la moralidad.
Por eso, cuando Sánchez y los suyos se explayan en explicaciones aparentemente sutiles para que entendamos que reconocer el Estado palestino no es apoyar a Hamás, o bien no se enteran de nada o bien mienten como bellacos: como explicaba con su brillantez habitual Cristina Losada en estas mismas páginas hace unos días, hacer esto en este momento sólo va a ser entendido como una cosa: un premio para Hamás.
Y premiar a Hamás significa que la propia organización terrorista, o aquella que tome el relevo si Israel consigue acabar con los asesinos del 7 de octubre, seguirá liderando la política palestina; que las facciones más duras de Fatah se impondrán a las moderadas –si es que todavía hay alguna moderada– y que, en suma, la paz se aleja y lo que se acerca es una nueva ronda de muerte: otro ataque terrorista, que será seguido de una guerra o como mínimo una represalia con decenas o cientos o quizá miles de muertos. A ellos les da igual.
Y como bien dice Losada: "España tendrá su parte de responsabilidad por alimentar este círculo vicioso". Sí, lo correcto es escribir "España" y no "Pedro Sánchez", porque si esta sociedad no estuviese enferma de sectarismo y antisemitismo lo que está haciendo el presidente del Gobierno sería intolerable y tendría un coste político tal que al marido de Begoña Gómez ni se le habría pasado por la cabeza.
La excusa es la paz, como lo ha sido en tantas guerras, pero el resultado de lo que este martes van a aprobar Sánchez y sus ministros no tendrá nada que ver con la paz y no avanzará ni un metro hacia la paz. Por supuesto, en esta guerra no tendrá ninguna influencia, a estas alturas lo que pueda decir España ya ven ustedes, pero sí la tendrá en la siguiente, que es más probable y está más cercana gracias a que unos presuntos pacifistas han decidido premiar el mayor acto de terror desde el 11S.
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