Tras once días de avance imparable desde el noreste del país, los rebeldes sirios entraron ayer en Damasco poniendo fin al régimen de Bashar al Asad, que huyó del país reconociendo así el derrocamiento del régimen que lleva dirigiendo su familia desde hace más de medio siglo. La rendición de los militares y el llamamiento del primer ministro de Asad, poniéndose a disposición de los grupos insurgentes para un cambio ordenado de régimen, confirman que la caída de la dictadura alauí es irreversible, con todas las implicaciones que un hecho de esas características lleva consigo.
Siria ha sido, en manos de Asad, uno de los principales factores de inestabilidad de Oriente Medio por su vinculación al régimen iraní y a la Rusia de Putin. La protección de los ayatolás convirtió Siria en la base de operaciones para mantener activo al grupo terrorista libanés Hezbolá, responsable de los ataques constantes contra Israel desde la frontera norte. La ayuda armamentística y financiera de Putin, gracias a la cual Asad pudo mantenerse en el poder tras la cruenta guerra civil de 2015, ha sido otro factor determinante en los últimos años. Pero Hezbolá ha sido prácticamente desmantelada por el Ejército israelí, Irán tiene sus propios problemas internos tras el duro golpe al grupo terrorista libanés y a las incursiones israelíes en su territorio y Putin, por su parte, tiene que lidiar con la guerra de Ucrania, donde tiene intereses mucho más directos que en Oriente Medio. Todos estos factores hacen que la caída de Asad, el socio de referencia de todos ellos, se convierta en un hecho difícilmente reversible que dará lugar a un nuevo escenario geopolítico.
Ahora bien, los responsables de la caída de la dictadura alauí no son por ello más fiables que Asad. Hablamos de distintas facciones islamistas lideradas por el grupo Hayat Tahrir al Sham, vinculado en el pasado a Al Qaeda e incluido en el listado de organizaciones terroristas de los principales países e instituciones internacionales. Los islamistas que han derribado el régimen sirio son, además, de confesión suní, la rama mayoritaria del Islam opuesta frontalmente a la facción chií, liderada por el régimen iraní. Éste último es un factor nada desdeñable en el mundo árabe, cuyo carácter teocrático representa un papel esencial en el entramado de alianzas de los principales regímenes de la zona.
La caída de Siria en manos del islamismo radical suní no es, desde luego, una garantía de estabilidad. La labor de la comunidad internacional, liderada por EEUU a pocas semanas de producirse el traspaso de poder a Donald Trump, será facilitar la presencia activa de los elementos moderados de la oposición siria en el nuevo sistema político que emerja tras la caída del dictador. Una labor extraordinariamente complicada de cuya solución dependerá, en gran medida, la paz futura en Oriente Medio.