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Itxu Díaz

La Juerga

A Pili Juerga la recordaremos por haber confesado lo más vergonzante con la mirada, los gestos, y los sudores, sin articular palabra inteligible al oído humano.

Pilar Alegría atendiendo a un grupo de periodistas. | Europa Press

Aunque conozco bien lo reñida que está la competencia, tengo para mí que el mejor mote de Federico del último lustro es el de Pili Juerga, por la Excelentísima Señora Pilar Alegría Continentes. Hasta ahora sabíamos que le iba como anillo al dedo, o como hielo al whisky, o como filtro al papel de liar, pero ahora también sabemos que tiene un puntito profético.

La ministra de Educación y portavoz del Régimen pasó el peor momento de su vida cuando le preguntaron si estaba en el Parador reconvertido en prostíbulo, la noche de autos locos, junto a Ábalos, Koldo y demás intelectuales de bragueta arrojadiza. Empezó a temblar. Dijo cosas extrañísimas, siendo insuperable lo de estar "a los pies de la cama" de Ábalos; imagen que me niego a retener en mi mente, y que no comentaré porque puede haber menores. Se puso de todos los colores. Tanto que llegué a sentir cierta compasión.

A fin de cuentas, Pili Juerga era yo en el ecuador de mayo de 1995. Fumábamos a escondidas en el colegio y los profesores hacían redadas de cajetillas entre los alumnos, sobre todo cuando se quedaban sin tabaco. ¡Qué tiempos! A mis amigos y a mí, don Carlos nos trincó cajetilla tres días seguidos, haciendo un roto importante en nuestra adolescente economía. De modo que llegué a la conclusión de que nadie volvería a quitarme un solo pitillo. Tracé un plan perfecto.

Era costumbre entonces llevar al colegio esas cintas grabadas que compartíamos, esas en que ponías con un rotulador "Varios pop español" y allí entraba desde Alaska y Siniestro Total hasta Los Secretos y Hombres G. Yo le rompí a la carcasa los dos enganches y mantuve el exterior intacto, con su lista de canciones. Y en el interior logré embutir diez cigarrillos que quedaban perfectamente ocultos desde fuera.

Durante uno de esos días en que te sientes superior al resto de los mortales, de esos que rozas la gloria adolescente, vi caer en acto de servicio cajetillas a diestro y siniestro. Caían hasta las de Celtas, que era como fumarse el felpudo de una perrera. No sé si había una epidemia de tabaco entre los profesores, o si mis amigos eran muy torpes. Y entonces llegó el momento que todos esperábamos. Don Carlos, en el recreo –sin tabaco—. "Díaz, venga aquí". "A sus órdenes". "El tabaco", me tiende la mano. "Lo he dejado", sonrisa de cabroncete. "El tabaco, Díaz, no tengo paciencia hoy". "Le digo que lo he dejado, no llevo", y enseño bolsillos, llaves, la cinta, y unos bolígrafos. "Puede irse", musitó contrariado, mirando con esa desconfianza con la que te mira la policía local a cualquier hora en cualquier situación.

Al día siguiente no se hablaba de otra cosa. Hasta los mayores habían enviado un comando de espionaje a investigar nuestra nueva tecnología antirrobo de pitillos. Yo fumaba los cigarrillos en el recreo como si fuesen puros, a grandes bocanadas, por dar envidia, y porque de pronto tenía la sensación de ser cuatro años más mayor después de la hazaña, yo creo que hasta crecí diez centímetros esa semana.

Entonces llegó el recreo de la tarde. El primer control de seguridad, con don Ramón, que no era fumador, fue un éxito. Inspeccionada la cinta, dijo: "Buen gusto musical". "¿Me vale para subir medio punto en el examen final?", las Matemáticas me tenían siempre al borde del suspenso. "Díaz, circule", maldito hueso de tío. "Por favor, lo necesito", intentona desesperada con puchero ridículo. "Díaz, multiplíquese por cero", doble golpe bajo.

Recreo del comedor. El segundo control antidoping fue el de don Carlos, pero ahí, lo vi a lo lejos, ya había balizas luminosas, vallas separando una vía muerta, hilera de conos, agentes de apoyo, y comunicación cifrada por radio. "Díaz, acérquese", por su gesto era incapaz de saber si me llamaba como profesor de latín, de literatura, de lengua, o como Jefe de Etapa –lo chungo era lo último—. Y me temo que era como jefe. Aún así me detuve frente a él con la serenidad del ser superior. "¿Cómo va el día, don Carlos?", por comentar algo. "Estupendo. Ha salido el sol, huele a hierba recién cortada, los pajaritos cantan, y usted me va a invitar a escuchar su música si no quiere largarse tres días expulsado a casa", mano tendida.

Pili Juerga estaba serena y confiada en comparación con cómo me quedé yo en ese instante de inmenso y desazonador fracaso. No tenía preparada ninguna excusa porque no estaba previsto que descubrieran mi plan. Exactamente lo que le pasó a la ministra ayer. Y cada vez que intentaba justificar que aquello no era una tentativa de engaño al profesorado, la liaba más aún, como Pili Juerga a los pies de no sé qué cama, o con el "usted, usted, a mi, usted, me está preguntando, a mi, bueno, bueno, bueno, usted a mi, que si me está preguntando…", que yo la vi y me dije, la leche, Enma Ozores en homenaje a su padre.

El sanchismo pasará –es un decir— a la historia por la impunidad, la exuberancia, y la constancia de sus mentiras. Pero a Pili Juerga la recordaremos por haber confesado lo más vergonzante con la mirada, los gestos, y los sudores, sin articular palabra inteligible al oído humano.

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