
Pocos asuntos tiene que haber en este planeta más cansinos, plúmbeos, repetitivos e insufriblemente tediosos que el del catalán y sus múltiples usos sociales fijados por ley. Si de mí dependiera, el catalán resultaría obligatorio no sólo en el papeleo de la burocracia de la Unión Europea, sino que también haría extensiva su utilización perentoria e inexcusable a las instancias de la ONU, la UNESCO, la OTAN, los BRICS, el G-7, el G-20, la Organización de Estados Americanos y el Kremlin, además de la Junta Directiva del Real Madrid y el Festival de Eurovisión. Aunque albergo una absoluta certeza íntima de que ni así los nacionalistas dejarían de dar el coñazo sin pausa con su eterno lloriqueo victimista a cuenta de lo muy marginada que está la llengua por culpa del Estat espanyol.
En El Loco, la biografía no autorizada del presidente argentino, Javier Milei, leí algo sobre su infancia de niño maltratado que me hizo empatizar con el protagonista. Resulta que Milei no soporta las patatas fritas, al punto de que su mera presencia le puede llegar a provocar arcadas. Y la razón de tal fobia es que su padre, un tipo con rasgos psicóticos, le obligaba a tragarlas a la fuerza, metiéndoselas él mismo en la boca con las manos cuando el pequeño Javier las rechazaba.
No se comenta nunca en público, porque ese lugar posee sus propios tabús impronunciables igual que todas las comunidades humanas, pero a muchos habitantes locales de lengua materna no vernácula les ocurre con el catalán lo mismo que al jefe del Estado argentino con las patatas fritas. Yo no sé si ese ministro, Albares, el que acaba de sentenciar que el catalán es un idioma hablado por diez millones de personas, habrá puesto el pie alguna vez en la ciudad de Barcelona. Se trata del municipio donde yo viví de modo ininterrumpido durante los últimos 16 años de la dictadura del general Franco. Y le garantizo al ministro que entonces se hablaba muchísimo más esa lengua en sus calles que hoy. Empiecen por Barcelona, no por Bruselas.