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Hay una mujer que lo hace todo en España

Como una gata madrileña en un tejado de zinc al rojo vivo, camina determinada y orgullosa, sin quemarse, dejando tras de sí un rastro de titulares escandalizados y adversarios atónitos.

Como una gata madrileña en un tejado de zinc al rojo vivo, camina determinada y orgullosa, sin quemarse, dejando tras de sí un rastro de titulares escandalizados y adversarios atónitos.
CAM

Hace veinte años el grupo Astrud cantaba con sorna "Hay un hombre en España que lo hace todo". En 2025 el heteropatriarcado ha sido tan vencido que es ahora una mujer la que lo hace todo en España. Mérito suyo aunque también consecuencia, gesto no ya de sorna sino de resignación, de que no queda en España un hombre que haga algo que merezca la pena políticamente. Cuando me refiero a un hombre, quiero decir un hombre, no la recua de homúnculos deconstruidos que abonados a las nuevas masculinidades se pasean sin atributos, aunque nunca hayan leído a Musil, y sin saber lo que distingue a un hombre de una mujer, tampoco han visto la película de Lelouch.

La última conferencia de presidentes autonómicos convocada por el demediado presidente del gobierno fue un desfile de hombres sin atributos pero también de una mujer a la que le sobran. Si hubiese que destacar a un hombre convertido en nada, envuelto en vacío y elevado a la insustancialidad ese sería Salvador Illa, que aguantó como buen eunuco socialista catalán, cabeza gacha y atributos acongojados, que los habituales golpistas de ocho apellidos xenófobos le montaran un escrache independentista en el Templo del Separatismo Catalanista, antes Palau de la Música Catalana. Por supuesto, no tuvo ni la dignidad ni los arrestos de largarse de la encerrona, soportando entre impávido y masoquista que el presidente del Parlamento catalán, cuate de Puigdemont, se le riese en la cara como una hiena ante un ñu cojo.

También podríamos señalar al presidente de Galicia, un hombre tan deconstruido que su nombre es irrelevante, podría ser cualquiera de los que en el PP no siguieron a Isabel Díaz Ayuso en su defensa del español como lengua común de todos los españoles. El presidente gallego hizo lo correcto cuando empezó su discurso, perfectamente banal por otro lado, con una salutación en gallego pero continuó en lo sustantivo en español porque aunque sus dos lenguas son el gallego y el español, mal que le pese esta última, una de ellas es contingente en el ámbito público español mientras que la otra es naturalmente necesaria. Sin embargo, fue dócil colocándose el yugo en forma de ortopedia lingüística que le impuso Sánchez, convirtiéndose en cómplice del chantaje nacionalista permanente al Estado democrático español. No quieren entender los nacionalistas gallegos del PP, con Feijóo a la cabeza, que la diversidad regional, cultural y lingüística, solo tiene legitimidad y sentido dentro de la unidad de España y la intercomunicabilidad que garantiza el español sin artefactos tecnológicos ni postizos ideológicos. Por no hablar del empobrecimiento del discurso cuando se hace a través de la intermediación de la traducción, traidora por definición. Aunque la traición de la traducción es peccata minuta al lado de la traición del separatismo.

Ayuso no solo se rebela contra la alianza entre socialistas y nacionalistas para desvertebrar España, introduciendo la cuña de la incomunicación lingüística y el enfrentamiento entre "naciones", sino también contra el PP reconvertido en la CEDA, Confederación Estatista de Derechas Autonómicas. Salvo en Madrid, el resto de seguidores del PP en España (o en el "Estado español" como habrá que decir a partir de ahora), están con Feijóo, Bonilla y demás participantes de esta CEDA posmoderna que fomentan el narcisismo de la diferencia al modo nacionalista, venerando lenguas inventadas, como "el andaluz", o directamente persiguiendo a niños calificados como fachas por pretender expresarse en la lengua de Cervantes. Lo de menos, con ser mucho, son los doce millones de euros que nos cuesta ponerle un pinganillo en el Congreso a uno del PNV para que le traduzcan a la lengua vasca que no entiende lo que dice uno de ERC en un catalán malamente chapurreado (ambos hablan mejor español, sin tirar cohetes, que sus otras lenguas), sino que en el País Vasco, Cataluña y, sí, Galicia, como denuncia Gloria Lago de Hablemos Español y para vergüenza eterna del PP, se vulneran los derechos lingüísticos de los que quieren ser escolarizados en español y se acosa a los que en español se atreven a decir "La Coruña" y "Sangenjo".

Los nacionalistas, ya que no han conseguido derrotar a España y la democracia liberal e ilustrada con el terror de las armas y el asalto golpista, pretenden reducirla a un absurdo cultural y lingüístico. Al fondo, la torre de Babel: si no puedes con ellos, haz que no se entiendan. Explicaba Salvador de Madariaga en La Vanguardia en marzo del 36 que no es lo mismo diversidad que dispersión. También que la pluralidad es excusa en los nacionalistas para la destrucción de lo común español e imponer una hegemonía xenófoba e identitaria esencialista de la lengua y la etnia. Advertía Madariaga de que la república del 31 había dado alas a "un nacionalismo cada vez más intransigente y violento". A casi 100 años de su advertencia, el nacionalismo dispersivo sigue siento intransigento y violento, véase como acosan a los estudiantes y profesores constitucionalistas en las universidades catalanas. Con Madariaga, decir que España es plural resulta trivial. Ahora bien, ¿es más diversa respecto al conjunto Lérida o La Coruña que Cádiz o Zamora? Trivialmente falso. La cuestión es si hacemos de la diversidad una excusa para la dispersión y la debilidad o, por el contrario, para la unión y la fortaleza.

No es que España carezca de hombres; es que los hombres se han cansado de serlo. Entre talleres de nuevas masculinidades y mea culpa eternos, se han diluido en una sopa tibia de buenos propósitos y porno soft. Ayuso, mientras tanto, no pide permiso ni disculpas. Como una gata madrileña en un tejado de zinc al rojo vivo, camina determinada y orgullosa, sin quemarse, dejando tras de sí un rastro de titulares escandalizados y adversarios atónitos. Si Quevedo la viera, le dedicaría un soneto; si Houellebecq, una novela entera sobre la última mujer que no se rinde al tedio de la posmodernidad, el multiculturalismo y la ideología de género. Porque en 2025, en esta España de hombres sin atributos, Isabel Díaz Ayuso no solo lo hace todo: lo hace con estilo estético, con atributos políticos y con una risa que suena como un cañonazo en la penumbra de esta España socialista: descafeinada, desleída y, dentro de poco, deshecha.

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