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Todos somos antifascistas, pero algunos lo son más que otros

Que la extrema izquierda haya entrado en modo guerra civil no es nada nuevo. Desde Zapatero los socialistas han tomado el testigo histórico del guerracivilismo de Largo Caballero.

Un periodista ha sido apaleado por antifascistas en Navarra. En la televisión pública, una tertuliana de extrema izquierda defiende la kale borroka contra los fascistas y justifica la violencia callejera como una forma de autodefensa. La dirigente de un partido ultra —de los ultras que veneran a Lenin, no a Pinochet—, la señora Belarra, ha sentenciado que con los fascistas no se debate, se combate. Otra líder política radical —de las que llevan estampitas de Che Guevara, no de Mussolini—, la señora Montero, mantiene que no hay que dejar hablar en las universidades, ni dejar que transiten por las calles, a los fascistas, ya que «es el legado de nuestras madres y abuelos: el antifascismo es la base de la democracia».

¿Quién será simbólicamente la madre y el abuelo de la señora Montero, que pretende que no hablemos y que no paseemos libremente los que no pertenecemos a la órbita ultra de los radicales? Lo explicó el marido de la señora Montero e igualmente populista —de los que se echan en brazos de Maduro, no de Torrijos—, el señor Pablo Iglesias, cuando dijo que la guillotina es la madre de la democracia (populista, se entiende). De lo que se infiere que la madre de Montero es la guillotina, la cuchilla sanguinaria, y su abuelo, Maximilien Robespierre, el carnicero de París.

Que la extrema izquierda haya entrado en modo guerra civil, con clichés que animan a la violencia, no es nada nuevo. En realidad, desde Zapatero los socialistas han tomado el testigo histórico del guerracivilismo de Largo Caballero, al que reivindican sin pudor. Con la vinculación explícita con Otegi y los suyos, además de la sinergia con grupos islamistas, la izquierda ha abandonado el moderantismo de González y Carrillo. Cada vez más, profesores son acosados en institutos y universidades. La paliza a un periodista en Navarra por parte de comunistas «antifascistas» es la guinda de un proceso que estamos sufriendo con la complicidad silenciosa de los «socialdemócratas», que sonríen satisfechos mientras niegan que sea para tanto. Cuando vayan también por ellos, patalearán, se quejarán y llorarán. Será tarde.

Porque Robespierre le cortó la cabeza a Luis XVI con lo que Marat llamaba burlonamente la «máquina Luisito». Pero recordemos que Robespierre, además de asesinar a Luis XVI, también le cortó la cabeza a Olympe de Gouges, la ilustrada liberal feminista, y se la hubiese cortado al mismísimo Condorcet si este no hubiese muerto en la cárcel donde le esperaba el patíbulo revolucionario.

Pablo Iglesias lamentó que los españoles no hubiésemos contado con una guillotina que decapitase a los reyes españoles porque, sostenía mientras un hilo de robespierriana baba sanguinolenta le caía por la comisura de los labios, castigar a los opresores es clemencia; perdonarlos es barbarie. Orwell se vino a España durante la guerra civil para, literalmente, matar fascistas. Pero en Barcelona aprendió que hay antifascistas que son incluso peores que los fascistas. La violencia comunista también despertó de su sueño ingenuamente antifascista a Franz Borkenau y Arthur Koestler, cuyo antifascismo sofisticado les hizo considerar también a los comunistas y anarquistas dentro del grupo que cualquier antifascista auténtico debía combatir. Y es que los antifascistas más antifascistas somos los que somos antitotalitarios, es decir, también anticomunistas. Esta fue la gran epifanía de Orwell, Borkenau y Koestler: los comunistas hacían lo mismo que los franquistas, pero eran todavía peores: mataban más, mataban incluso a los suyos y mataban con la complicidad del silencio de los «progres», que preferían mancharse las manos con la sangre estalinista que reconocer la superioridad moral y política del sistema liberal.

Escribió Borkenau: «La razón para emprender la lucha abierta contra el comunismo me la dio la guerra civil española. Allí, por primera vez en mi vida, vi a la policía soviética en acción. Y el horror de esto nunca desaparecerá de mi conciencia».

Ese horror es el que lo convirtió en un antifascista total, es decir, un antifascista anticomunista. En breve, antitotalitario. El resto es fascismo.

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