Andrés Ollero, el organizador del curso sobre “El Estado laico” en la Universidad Rey Juan Carlos, comenta que el ministro de Justicia no dijo lo que reflejaban los periódicos ABC y La Razón. Quizá sea verdad, pero tiendo a creerme, en este caso, más el olfato de los periodistas que las buenas intenciones de un organizador de cursos de verano. O sea que no dudo de que López Aguilar, según recogía la prensa del martes, arreó estopa a la Iglesia, a la Constitución española y a quien se le pusiera por delante. ¡Para eso es ministro, dirán los aguerridos socialistas! No era necesario, dirán los seguidores del ministro, que López Aguilar hiciese ninguna aclaración, pero ya que la hizo bienvenida sea. Decía el ministro en la nota aclaratoria que él sólo se limitó a recoger la expresión “aconfesional” o “laico” de la terminología utilizada por la jurisprudencia constitucional, que sirve no para ignorar el hecho religioso sino para cooperar en las distintas confesiones. ¡Magnífico para quienes usan “aconfesional” como sinónimo de “laico”! Lo malo, querido ministro, es que también hay una extensísima doctrina jurisprudencial y, por supuesto, una inmensa literatura moral y política, que no admite esta sinonimia y menos la equiparación entre lo laico y lo aconfesional.
Estado “aconfesional” es el que no tiene ninguna religión, como es el español, pero asume a la religión mayoritaria, la católica, no menos que al resto de creencias, como cuestiones constitutivas de su propia existencia. Por el contrario, el Estado “laico”, por ejemplo, Francia, no sólo no admite que su existencia tenga que ver algo con las diferentes creencias, sino que incluso puede llegar a proponer, en algunos casos, el agnosticismo y el ateísmo como religión de Estado. Seguro que el ministro sabe todo esto, incluso el profesor Ollero lo habrá ilustrado sobre el particular, pero no seré yo quien le prive de saber porqué yo soy más partidario de la distinción que de la sinonimia entre aconfesional y laico. Prefiero el Estado aconfesional antes que el laico, sencillamente, porque el segundo, a veces, conduce directamente al totalitarismo, mientras que el primero respeta libertades fundamentales como la libertad religiosa y de conciencia.