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Agapito Maestre

Delito de genocidio

Mientras que pocos son los que se oponen a reconocer la singularidad y magnitud del crimen nazi contra los judíos, hay una resistencia, a veces criminal, a condenar con la misma contundencia el totalitarismo soviético.

A tres años de cárcel ha sido condenado un historiador británico por mentir sobre la existencia del holocausto. Dará, sin embargo, mucho que pensar la condena dictada por un tribunal de Austria contra David Irving. ¿Es la negación del holocausto una forma de apología del genocidio? Pero, cualquiera sea la opinión jurídica y moral que se tenga sobre el particular, tendrá que ser debidamente circunstanciada para no caer en demagogias baratas y comparaciones imposibles. Para empezar no deberíamos ahorrar críticas contra quienes inciten al genocidio o su apología. La condenación sin paliativos del nazismo y el comunismo como ideologías extremas, que han dado lugar a crímenes increíbles, debería ser el abecedario de una educación para la democracia. Así nació el delito de genocidio, todo un avance moral y de la legislación penal de la Europa de postguerra, aunque limite permanente y dramáticamente con el derecho a la libertad de expresión.

Sin embargo, y aquí viene el principal problema, mientras que pocos son los que se oponen a reconocer la singularidad y magnitud del crimen nazi contra los judíos, hay una resistencia, a veces criminal, a condenar con la misma contundencia el totalitarismo soviético. Un ejemplo de esta reticencia a condenar los sacrificios hechos en nombre de la ideología comunista es la última discusión, que tuvo lugar en el Consejo de Europa, para votar una resolución propuesta por los países del antiguo bloque comunista, que deseaban una condena del totalitarismo soviético para que éste jamás pudiera llegar a repetirse. Los países que sugerían tal condena, seguramente, estaban inspirándose en el delito de genocidio que logró llevar a su legislación penal el mundo occidental hace cincuenta años. Pero la discusión no fue fácil porque la izquierda en general, y el Gobierno ruso en particular, se opusieron a tal tipo de condena. Finalmente, y después de mucho maquillaje, se aprobó una condena formal del comunismo soviético, que conseguía dejar al margen la ideología comunista. O sea, mala cosa es, como nos enseñó la grandiosa Hannah Arendt, la sacralización y absolutización del mal nazi, pero peor es aún la relativización del mal comunista.

Planteado así el asunto, no puedo dejar de hacer la siguiente consideración interrogativa: mientras que hoy un hombre va a la cárcel por negar la existencia del holocausto, que no por hacer apología del genocidio, gracias a una legislación muy dura, pero seguramente necesaria en su momento, que se dieron las democracias occidentales para que nunca más tuviéramos que sufrir aquellos regímenes criminales, ¿sería posible que hoy, en Europa, alguien entre en la cárcel por negar la existencia del gulag soviético o cualquiera de los crímenes masivos y programados por el régimen de Stalin? La respuesta es obvia. Trágicamente obvia.

Hay un segundo problema que, sin duda alguna, no pasa desapercibido a los defensores de la libertad de expresión. No se trata de hacer compatible la libertad de conciencia y de expresión con el derecho de toda sociedad libre a la persecución de los incitadores al genocidio, sino de reconocer sin ambages que la introducción en todos los códigos penales de figuras delictivas contra los apologistas del genocidio ineludiblemente limitan la libertad de expresión. En fin, creo que la penalización de ese delito sigue siendo un avance moral y democrático para el mundo occidental, pero corre graves riesgos si se restringe su utilización al ámbito nazi y no se sabe compatibilizar con la libertad de expresión.

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