Ha muerto Jacques Derrida. Hijo de comerciantes judíos, nacido en Argelia y de nacionalidad francesa, pasó toda su vida despotricando contra la razón europea, pero durante más de cuarenta años guardó silencio sobre el nacionalsocialismo de su ídolo filosófico, el filósofo alemán, Heidegger, y menos todavía cuestionó, en el 2003, el "idealismo" logocentrista de Chirac, quien, aliado con los neokantianos Habermas y Schröder, y amparado en el discurso vacío de una "Europa postnacional y pacifista, capaz de traer un nuevo orden mundial", no se atrevió a luchar con EE.UU para vencer al terrorismo islamista.
La nación que liberó a Francia de los nazis, y la nación que impuso la democracia en Alemania, fue abandonada a su suerte por los presidentes de Francia y Alemania, Chirac y Schröder respectivamente. Los argumentos que utilizaron fueron muy parecidos a los defendidos por sus filósofos nacionales. Por un lado, Derrida y Chirac, por otro Habermas y Schröder, no estaban enfrentándose sino complementándose. La reconstrucción de la racionalidad moderna que persigue Habermas por un lado, y la deconstrucción de todas la instituciones que pretende Derrida por otro, no son, lejos de lo que piensan su acólitos, asuntos contrarios, sino complementarios de una filosofía retórica, más formalista que universal, que vale lo mismo para un roto que para un descosido. Idealismo sin vida.
Así pues, mientras los derridianos afilan sus cuchillos y sus pobres méritos de filosofitos de cartón piedra para despedazar al muerto y repartirlo por los departamentos, confórmense con lamerse la herida: pretender terminar con el terrorismo islamista al margen de EE.UU es como criticar al nacionalsocialismo olvidando ajustar cuentas con su principal filósofo, o sea, mala retórica, juegos de salón para señoritas y señoritos sin una creencia que sirva de apoyo para defender una idea. Pacifismo vacío.