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Agapito Maestre

La esperanza de la Nación

El desastre anunciado está ante nuestros ojos, pero aún hay bien intencionados, a veces cobardes, que no quieren creerlo. El Gobierno y los nacionalistas quieren reformar la Constitución para que desaparezca España. Asistimos al último asalto a la nación española, pero los socialistas hacen como si la cosa no fuera con ellos. Trágica España. La entrega del PSOE a los dictados del nacionalismo-populista de catalanes y vascos sólo tiene una alevosa explicación, a saber, ZP y Maragall quieren sustituir a la nación, al Estado-nación, por el partido, el Estado-partido, como eje vertebrador de la sociedad. He ahí el primer desafío de nuestra triste democracia. Y, sin embargo, lo peor, dicen los más realistas, aún no ha llegado. Todos estamos expectantes, casi asustados, sobre cómo va a terminar esta pesadilla de un Gobierno entregado en cuerpo y alma a la destrucción de la nación española. La opinión pública política no está dividida, ojalá, sobre las acciones más o menos ajustadas del Gobierno con respecto a la nación, sino asustada ante el entreguismo de este ejecutivo a las demandas nacionalistas.
 
La Nación, España, aún no ha respondido a este ataque criminal, porque sigue anestesiada por la propaganda y la agitación de un populismo barato. También la actuación responsable y ajustada del PP, de la genuina oposición al Gobierno, al espíritu constitucional está atemperando la dramática situación. Hay, sin embargo, un malestar público que presagia lo peor. Es algo que todos podemos percibir en la calle, en los periódicos, en las tertulias, en la charla entre amigos, en todas partes, pues, donde la vida política es observada con cierto distanciamiento ideológico. Allí donde el ciudadano está lejos de la manipulación ideológica, allí donde no se hace interpretación política, allí, en fin, donde el ciudadano se limita a levantar acta de las acciones del Gobierno no puede sustraerse de un cierto malestar derivado de la falta de criterio del Gobierno de la nación.
 
En efecto, pocas veces, quizá ninguna, en la historia reciente de España un gobierno ha perdido con tanta rapidez el respeto de sus ciudadanos a los pocos meses de llegar al poder. Excepto la plebe apolítica, nihilista y sectaria de quienes sólo se dirigen por la barriga, nadie se priva de ridiculizar al gobierno de la Nación. Nadie crítica ya cómo ha llegado el PSOE al poder. Nadie cree en la viabilidad de este Gobierno. Simplemente es que nadie espera nada bueno de este Gobierno. El respeto de sus ciudadanos, sin importar su credo político o religioso, por sus gobernantes y, especialmente, por su presidente de Gobierno ha desaparecido. Sin política exterior digna de resaltarse, sin coraje para defender la nación española de las tarascadas nacionalistas, sin proyecto económico que no sea el gasto por el gasto y, sobre todo, sin discurso para hacer política, el pacto entre socialista y nacionalista, con la comparsa comunista, se reduce a eliminar a la oposición.
 
Acaso por eso, y porque nadie con actitudes democráticas duda de que si la oposición es destrozada, el camino quedará expedito para que el PSOE rompa España, ha crecido como en ninguna otra época reciente el respeto por la oposición. Incluso entre los socialistas de bien, especialmente en el País Vasco y Cataluña, ha crecido un sentimiento de empatía con el PP, que convierte a este partido en algo más que una alternativa. El PP es, y mira que me cuesta escribir esta palabra, nuestra única esperanza para que aquí no pase nada desagradable. El PP es el último bastión para que la política no desemboque en violencia y paz de cementerio. El PP es el único que puede parar el desastre del PSOE.

En España

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