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Agapito Maestre

Los Pelayos

Estamos ante una obra de quijotes. De Pelayos. Los Pelayos no son unos "pelaos". Son unos quijotes. Vencen jovialmente combinando manos llenas de imaginación y sentido de la realidad.

Salgo emocionado, casi eufórico, del cine Callao en Madrid. Una vida y un libro han sido universalizados, trascendidos, en una obra de arte. El libro y la vida de unos españoles poco comunes han quedado inmortalizados en el arte que recoge todas las artes, una película de cine. ¡Española! Sí, sí, he visto una magnífica película de aquí, basada en la vida de un hombre y una familia de este país, que circulaba ya contada en libro desde hace unos años. A partir de ahí se ha construido un guión bastante bien ajustado, no sólo al libro, sino, lo que es más importante, a la realidad que bulle en él. Pero, hay más. Sospecho que gracias a múltiples charlas de los guionistas y el director con Gonzalo e Iván, autores del libro y protagonistas de sus propias historias, la película consigue calidad cervantina. Estamos ante una obra de quijotes. De Pelayos. Los Pelayos no son unos "pelaos". Son unos quijotes. Vencen jovialmente combinando manos llenas de imaginación y sentido de la realidad.

Quiero decir que si don Quijote, Cervantes, es nuestra vara de medir cómo lo nuestro se hace universal, entonces Los Pelayos es una de las obras más quijotescas de nuestra época. Nada tiene que ver con las mil películas sobre el juego que se han hecho en otros países. Para empezar esta película es una caricia al alma del protagonista, el jefe de los Pelayos. Está ahí presente la vida del espíritu de Gonzalo García-Pelayo y también de Iván, su hijo mayor, un filósofo imberbe que creció gracias a la sabiduría mundana de su padre.

Esta película es un milagro de programa doble, porque recoge, primero, el espíritu de la historia de la vida de un español, más aún, de una familia española de las décadas de los ochenta y noventa, y porque lo ha hecho un director, unos actores y un equipo netamente español. Los Pelayos es una película local, a veces de un casticismo genial, que muy pronto será universal.

La sencillez cubre toda la película. Nada hay de afectado (relamido o políticamente correcto) por la patanería de una época de nuevos ricos ni por la pedantería de unos falsos "intelectuales". Es una película española buena, es decir, formará parte del cine universal, porque ha recogido con naturalidad y, a veces, ingenuidad el espíritu de un Quijote de nuestro tiempo. Gonzalo García-Pelayo es el Quijote de nuestra época. Él solito con la ayuda de su familia, los geniales sanchos, que no se dejan embaucar por los sobornos de ínsulas Baratarias, se enfrentan con las armas de la razón, el trabajo, la imaginación y, de vez en cuando, un poco de picaresca, a unos gigantes malvados: los dueños del azar, de la ruleta.

La enseñanza de la película está a la vista desde el inicio: la jovialidad, la serenidad, para mirar el mundo, incluido el del azar, nos hace invencibles. La alegría nos hace libres. En verdad, la observación alegre y, sobre todo, tranquila, humilde, de la realidad nos hace fuertes. Es entonces cuando el mundo entero se nos revela en un detalle, en una simple variación, precisamente, ahí encontramos su sentido. Todo, pues, puede abordarse con sosiego y ánimo alegre. No se trata de dominar y controlar el mundo, sino de convivir con él; andar en la cuerda floja no es despreciar la ley de la gravedad, sino tomársela muy en serio para bordearla, darle puerta y asumirla con jovialidad. Se trata nada más y nada menos que de burlar el azar.

No dejen de ver Los Pelayos. Es un antídoto para conllevar los efectos psicológicos más duros de la crisis económica.

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