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Agapito Maestre

Diario de la pandemia. Rebrotes, aplausos y literatura canadiense

La gente aplaude la vida por toda España, celebra la vida por la vida del arte, pero los aplausos no casan bien con los relatos sobre la Covid-19.

La gente aplaude la vida por toda España, celebra la vida por la vida del arte, pero los aplausos no casan bien con los relatos sobre la Covid-19.
Sanitario atendiendo a una paciente de Covid durante el pico de la pandemia | Satse

Madrid, jueves 2 de julio de 2020.

Aplauden la vida.

El lento despertar de los conciertos de música, de las representaciones teatrales y hasta la apertura de los cines se celebran con aplausos. Nunca estas aclamaciones habían sido tan sentidas y largas como ahora. La gente aplaude el inicio o el fin de cualquier acontecimiento público, especialmente los espectáculos artísticos, como si en ellos nos fuera nuestro presente y el porvenir. La gente aplaude la vida por toda España. Celebra la vida por la vida del arte.

Y, sin embargo, la muerte sigue acechando. La Covid-19 tiene rebrotes por todas partes. Pero la gente se ha echado a la calle sin miedo ni angustia o, al menos, eso aparenta. Dicen que la mayoría de la población actúa con prudencia y sigue los consejos de los médicos. ¡Quién sabe! Es difícil evaluar, pensar, un país absolutamente desmoralizado y acobardado, o sea poblado por millones de cobardes sin otro objetivo que llenar la andorga, que está dirigido por dos aventureros sin otro objetivo que burlar las leyes más elementales para permanecer en el poder. Esos "políticos" desconocen el significado de la palabra autolimitación para gobernar en democracia. De la Oposición, sí, del PP, mejor no hablar, porque su torpeza es de tales dimensiones, a veces roza el esperpento, que no para de darle oxígeno a estos crueles "universitarios" incrustados en el poder por no se sabe cuánto tiempo…

Regresemos, pues, a descifrar el significado de esos palmoteos cuasi histéricos por poder presenciar o asistir en vivo a un concierto. Nada tengo yo contra esos gestos para vencer la angustia. Pero los aplausos, que celebran la vida, no casan bien con los relatos sobre la Covid-19. Los cuentos más abundantes sobre esta terrible enfermedad vuelven a reconstruir, aunque sin saberlo, los mitos más antiguos de la antigüedad sobre la catástrofe. Repiten con mala prosa las grandes descripciones literarias de la Biblia y Ovidio sobre el Diluvio universal. La gente cree que vamos a salir de otra manera. Quienes se salven, dicen los cándidos, saldrán mejores. Yo no lo creo, pero sería absurdo no aceptar que el mito funciona.

Son millones los estultos que creen que las cosas se transformarán. Aparecerá, como dice el gobierno de Sánchez-Iglesias, una "nueva normalidad". Estos dos patanes universitarios en el poder coinciden, o mejor, se adaptan con singular caradura a lo que opina la mayoría del pueblo español: el Diluvio nos hará mejores. Falso. Pero el mito, o sea, la ideología funciona a la perfección. Los dos tipos más poderosos de España se pegan como lapas a la mitología de nuestra época. Pronto dirán que los dioses, como los antiguos griegos de la época arcaica, quieren liberarse de los hombres porque hacen ruidos. Ellos, como los dioses, tampoco soportan a los ruidosos porque no los dejan dormir tranquilos en sus poderosos aposentos. No quieren oír nada de los meses que llevamos de horror. La mitología está consiguiendo que no hablemos de las 49.000 víctimas, de la gestión penosa del Gobierno y, por supuesto, nadie quiere oír hablar de la casi "inexistente" comunidad científica, o peor, ha elevado a un mercachifle con chupa de cuero a héroe de la pandemia. Es, pues, el momento de recordarle al fulano de la chupa, y a su comité de "científicos" de la nada, el decálogo de barbaridades del gobierno Sánchez-Iglesias, incapaces de dar la cara ante las familias de las víctimas, que me escribió, en el mes de abril, el doctor en Comunicación G.M.

1°. Haber minusvalorado al virus desde el principio ("Aquí como mucho habrá un par de casos aislados", etc.).2°. Permitir las concentraciones masivas hasta el 8 marzo.3°. Nula organización para comprar material sanitario y de protección.4°. Falta de transparencia desde marzo al no dar a conocer los proveedores de test, mascarillas, etc. 5°. Abandono masivo de las residencias de ancianos. 6°. Denegar la asistencia sanitaria a partir de cierta edad, dejando morir a la gente en su domicilio. 7°. Falta de rigor en las ruedas de prensa (tanto desde un punto de vista sanitario como informativo).8°. Subvencionar a los medios de comunicación afines a su ideología autoritaria. 9°. Perseguir y censurar toda noticia o información crítica con el poder. 10°. No formar un gobierno de concentración nacional.

Madrid, viernes 3 de abril de 2020.

La obsesiva destrucción.

Sánchez-Iglesias han sido entrevistados por "periodistas" afectos, o sea comprados, a la concepción del poder de estos dos individuos. El resultado no podía ser otro que una muestra compendiada del carácter destructivo que tienen de la política. Ellos no tienen ninguna responsabilidad en los males que ha acarreado la Covid-19. Al contrario, ellos son las principales palancas para que este país marche unido a la conquista de la felicidad… En fin.

Me dedico todo el fin de semana a la relectura. Repaso, pico de aquí y allí, en los libros de una señora nacida en Canadá. Este curioso país, cuyo mundo cultural suele darnos deformado la creatividad literaria e intelectual de EE.UU., tiene dos mujeres sobresalientes en los ámbitos literarios del mundo entero. Una se llama Margaret Atwood, famosísima por su novela, convertida en serie televisiva, El cuento de la criada. La otra es una profesora de griego, Anne Carson, que ha recibido este año el premio Princesa de Asturias. Estas dos señoras representan, sin duda alguna, esa extensión perturbada de EE.UU. en ese "extraño" país, cuyos grandes intelectuales trabajan en la patria del señor Trump.

Mientras que la primera no me interesa apenas nada, leo todo lo escrito por la segunda. Anne Carson es una extraordinaria pensadora, sencillamente, porque ha conseguido la hibridación de géneros literarios que la moribunda academia, la Universidad, jamás hubiera permitido. Su sabiduría es tan indisciplinada como libre. Toda su obra es tan transdisciplinaria como transgresora. Toda ella es creativa. Libre. Poesía, filosofía, ensayo, en fin, filología, de verdad, están mezcladas de tal modo que nos hace sentir vértigo ante la mortecina cultura moderna. Su obra ha puesto, definitivamente, en cuestión la interpretación positivista, racionalista, de los ideales modernos gracias a sus conocimientos de la cultura griega. No me extraña que esta mujer se presente al mundo con sencillez clásica: "Anne Carson nació en Canadá y se gana la vida enseñando griego antiguo".

Quizá nunca consiga hacer actuales a los griegos, como lo hicieron el gran Alfonso Reyes y Werner Jaeger, pero tiene páginas sobre los griegos hoy tan imperecederas como magistrales. Su ensayo de actualización de los griegos condensa toda su poesía y filosofía. A veces lo consigue y otras fracasa, pero lo importante no es el éxito de la empresa, sino el esfuerzo continúo por mostrarnos que sin la cultura antigua, sin la sabiduría grecorromana, resulta imposible entender no solo la historia de la literatura y la filosofía sino la pintura y la cultura cinematográfica contemporáneas. Ejemplo al canto de su libro Float:

"´¡Eres un vendido!`, gritó el hombre, y sin previo aviso le atizó un puñetazo a Mike Kelley en la nariz. La sala enmudeció. Un guardaespaldas se interpuso entre los dos. Berlín: inauguración de la instalación Kandors de Mike Kelley en la Galería Jablonka, noviembre de 2007. Nada sabía quien era aquel hombre. Las inauguraciones están llenas de gente insospechada.

¿Qué significa hoy en día ser un vendido? ¿Hay alguna diferencia entre vender y venderse? Es una frontera muy tenue. A Homero le interesaba esta frontera: la pone a prueba y la problematiza y juega con ella en su Odisea, como lo hacen Alberto Moravia en su novela basada en la Odisea (Il Disprezzo, 1954), y Jean-Luc Godard en una película basada en la novela de Moravia ( Le Mépris, 1963). Tanto la novela como la película se traducen como El desprecio. Es una palabra dura. ¿Cómo resonaría en el caso de Homero?" ( Float, 2016, traducido por Andrés Catalán y Jordi Doce, en Cielo eléctrico).

Madrid, 4 y 5 de julio de 2020.

El camino de Santiago.

Sigo felizmente atrapado en los libros de Anne Carson. Releo su gran investigación sobre el amor en el mundo clásico (Eros: poética del deseo), que es todo un alegato contra la triunfante concepción del amor romántico. Eros, sí, nos pone ante una situación límite. Como nos enseñara la gran poetisa Safo, eros es asimétrico o no es. ¿Dulce-amargo? Quizá. Nunca agridulce. Siempre es una experiencia traumática. Genial la visión de la profesora de griego. Nada que ver con el rollo romántico de la correspondencia o amor correspondido. La Carson no se anda por las ramas. Salvo la visión de Ortega del amor, nada mejor que los libros de la canadiese para darle puerta a las barbaridades sobre la noción del deseo de Foucault que casi acaba en una ridícula "sadomanía"… El amor, el genuino, tiene historia, evoluciona, casi siempre dramáticamente, en amistad…

La austeridad emocional de Carson me lleva de la mano a sus Hombres en sus horas libres. Una mirada al mundo para disfrutarlo. Hay que mirar el mundo físico en su existencia fenoménica. Quien se niegue a reconocer que las cosas, el olor, la luz, la nieve… persisten en su ser, habrá perdido la ingenuidad que siempre es necesaria para pensar. Después de picotear en La belleza del marido, Decreación, Autobiografía de Rojo, Albertine y Nox, me sumergí en la lectura de Tipos de aguas, El Camino de Santiago (en Vaso Roto, 2018, con traducción de Sara Cantú Pérez de Salazar), un libro de viaje más espiritual que real. Hay pocas descripciones de paisajes y cuando aparecen es para apoyar la reflexión. El título Tipos de agua remite a Marcas de agua, el libro sobre Venecia de Joseph Brodsky. Esta obra combina la escritura diaria (lo que tiene de "diario)" con lo poético y hasta lo etnográfico. Describe el peregrinaje a Santiago ("La ciudad y el santo enterrado allí son un punto de pensamiento", según Carson) desde el pueblo francés de St. Jean Pied de Port. Sigue la la ruta de Roncesvalles durante poco más de un mes. La autora durante su viaje se hace acompañar por un hombre a quien denomina Mi Cid: "Él es uno de aquellos que, como reza el famoso poema, ´en una hora feliz nació`". No aporta mucha información sobre este Cid, pero sí cuenta algunas agarradas o desencuentros con él, especialmente cuando en la autora se rebela contra sus propios pensamientos y sale a la luz ese yo que el poema Stanzas, Sexe, Seduction», dice: "Quiero ser insoportable".

Lejos de mi ánimo, querido lector, querer ser insoportable. Pero sospecho que caeré fácilmente en tal vicio, porque les transcribo aquí la reseña que Fernando Muñoz ha escrito de mi libro Entretelas de España. Meditaciones sobre una nación moribunda: "En un país donde el mismo presidente del gobierno puede acusar a la policía de ser 'patriótica' es posible que ya se esté pensando en rotular coches y comisarías con el título de 'policía anti-nacional'. No otra cosa sería –en nuestra circunstancia histórica– una policía federal o una guardia republicana. En un país cuyo nombre decían no poder pronunciar algunos miembros del gobierno, bloqueo cuyas causas merecerían diagnóstico clínico…, en un país cuyo nombre es pronunciado por cómicos sin gracia arrastrando la 's' y elevando la voz en la segunda sílaba, un acento que pretende evocar Vivas y Arribas de estilo marcial; como si no fuera posible pronunciar su nombre dulcemente y sin estridencia…, en este país de nuestras entretelas, hablar de España con sosegado raciocinio es un acto propio de saboteadores y proscritos…, en este país en que sólo los mercenarios tienen voz de oficio… En este país escribir un libro sobre la España agónica de nuestro tiempo es un acto subversivo. Pero España no ha dejado históricamente de combatir, su vida ha sido –como es la vida– siempre agónica y pugnaz. Hoy lucha, una vez más, por afirmar su propia existencia, la misma existencia que viene siendo negada en términos que provocarían una risa incontenible y una burla inmediata, si no fuera porque han sido asombrosamente aceptados por presuntos académicos, indignos de ese nombre, y medios de socialización de masas. Los negacionistas de la realidad de España siguen apoyándose –más allá de Pi i Margall y Prat de la Riba– en la superchería de Bosch Gimpera y Anselmo Carretero que destilaron su resentimiento en su exilio dorado.

El proscrito saboteador que ha armado este libro, Agapito Maestre, recibirá el castigo que merece oponerse a la impostura hegemónica y gobernante que señorea nuestras tristes facultades de ciencias sociales y de humanidades, nuestros medios de formación del espíritu federal, nuestras instituciones suicidas.

Agapito Maestre pone en evidencia la turbia ensoñación del que fuera rector de la Universidad de Barcelona durante la guerra civil, Pere Bosch i Gimpera, según la cual ciertas esencias nacionales, germinadas tras la siembra divina, brotaron y crecieron firmes y sanas en el territorio peninsular en los tiempos edénicos, anteriores a la historia: son los pueblos peninsulares. Sustanciales e intactos esos pueblos subyacieron siempre a los poderes históricos que se les sobrepusieron. Atraviesan la historia envueltos en herméticas esferas y protegidos de miasmas extrañas para llegar intactos al presente. Roma no pudo afectarlos, ni la Gotia que no llego a ser el Reino Visigodo pudo configurarlos y así han sabido mantener su sustancia intangible para revivir bajo la armadura sin gloria del Estado español. Pero ha llegado su momento, nacidos antes de la historia será al final de la historia cuando emerjan nuevamente tal como eran: edénicos, sublimes y castos, para asumir finalmente su autónoma independencia, signo definitivo de su absoluta sustantividad. Este mitológico fárrago –declamado en Valencia en plena guerra civil y en presencia del mismo Azaña– habría movido a risa si su difusión no le hubiera dado carta de naturaleza para conducirnos a una situación, una vez más, agónica.

Agapito Maestre recoge el curso de ese delirio cuyas denuncias –tras la guerra– fueron terminantes y profundas. Tras nuestra brutal guerra civil la crítica de ese cuento fantástico corrió a cargo de las más acreditadas figuras de la historia y las ciencias sociales tanto del exterior –Claudio Sánchez Albornoz o Américo Castro, salvando sus diferencias– cuanto del interior que, lejos del erial que algunos han querido ver, contuvo obras de un elevado valor intelectual con las que no resistiría la comparación la academia actual: Pedro Laín Entralgo, Emilio García Gómez, Vicente Palacio Atard, Rodríguez Casado, Julián Marías… Unos y otros, más allá de sus enfrentamientos y diferencias en muchos respectos, sabedores de un hecho elemental cuyo reconocimiento empieza a resultar asombroso: España existe históricamente, con una existencia indudable que no oscurecen esos fantásticos pueblos prístinos y soñados por los Carretero o por Bosch Gimpera y por sus epígonos. Al menos aquellos tenían la osadía de declarar su ignorancia. Anselmo Carretero se atrevía a reconocer: 'a mi juicio, la nación no se puede definir por ningún elemento objetivo, esa es mi opinión. Ni la lengua, ni el territorio, ni nada material define la nación'. La ignorancia confesa de Anselmo Carretero se ha hecho titubeante en figuras como la del ínclito Rodríguez Zapatero que juzga discutido y discutible el concepto de nación. Y así avanzamos entre las brillantes lumbreras de nuestra nueva transición.

Pero acaso el más imperdonable paso que el proscrito Agapito Maestre se ha atrevido a dar consista en afirmar una honda afinidad entre los más destacados autores del exilio y los defensores, no ya de un exilio interior, sino del régimen innombrable, entre los que destaca indudablemente la figura de Pedro Laín Entralgo. Innombrable porque cualquier alusión al mismo que no sea en tono acusatorio y reivindicativo, en tono de denuncia e indignación, puede incurrir en un delito tipificado en cierta ley de la memoria. Quiero ser más precavido que el proscrito autor de este libro imprescindible de manera que diré que yo no creo que existan esas afinidades entre las dos Españas, pero haberlas haylas.

Desgraciadamente –como muestra con rigor Agapito Maestre– unos y otros fracasaron a la hora de salvar la distancia entre esas dos Españas entre las que hoy vuelve a abrirse un abismo. En ese fracaso ocupa un lugar destacado la apropiación por los primeros falangistas de la figura de Menéndez Pelayo, obviando la compleja articulación de su obra y su personalidad, que transita de un integrismo firme en su juventud hacia un liberalismo sobre el que se asentaría la monarquía de la Restauración. De ese liberalismo del sabio santanderino da fe su profunda amistad y prolongada conversación con Antonio Cánovas, como recuerda Maestre. Los más destacados autores del franquismo –entre ellos siempre en vanguardia Laín– se apropiarían la figura de Menéndez Pelayo dejando una imagen contrahecha del mismo cuando ellos mismos evolucionaran hacia posiciones socialdemócratas o afines. Aranguren, Laín, Ridruejo… estarían entre los responsables de que muchos sigan acusando a un hombre muerto en 1912 de no sé qué rigores franquistas. Bloqueando así nuestro propio reconocimiento. En efecto, no es un asunto baladí, si tuviera razón Juan Valera al afirmar que antes de Menéndez Pelayo los españoles no nos conocíamos. Seguimos ignorándonos y muestra de esa absoluta desorientación es el oscurecimiento de la obra de Pérez Galdós y muy especialmente de sus Episodios Nacionales. De la mano de Agapito Maestre pueden recorrerse el paisaje sin término de nuestro horizonte cultural y encontrar allí las razones de nuestro fracaso, pero también aliento para un nuevo ensayo de reconstruir nuestras luminosas ruinas.

Y así, recorriendo las facetas de este cuerpo histórico de aspectos innumerables, llega Maestre al año de Dios de 2020 y a la España encerrada bajo un gobierno frentista en que los llamados neocomunistas, socialistas de ocasión y separatistas atentan contra 'el sustento liberal del régimen democrático: la nación'. La ruina está a la vista de todo el que quiera o pueda verla, pero las ruinas de España valen más que cualquier cantón, dice Maestre, y está infinitamente por encima de la potencia menguada de un gobierno a la deriva. El Estado irá por un lado, pero la nación herida irá por otro. Aunque es atroz una situación en la que se impugna la jefatura del Estado desde el propio parlamento y deciden sobre la nación los que la niegan, empieza a cobrarse conciencia del estado terminal en que nos hallamos. Cuando empecemos a asumir la derrota podremos quizás luchar por la victoria, porque ya no es cosa de arañar unos votos aquí o allá –señala Agapito Maestre– sino de apelar a la razón de ser, al último fundamento: ante la realidad extrema, la extrema potencialidad de la nación. Ésta es la llamada que hace Agapito Maestre en un libro que concluye en alegato. Un gobierno que ha nacido sin respeto al mínimo debido a los españoles, el respeto a su unidad, antes que gobernar nos amenaza. 'La idea de Nación expresa el deber de quebrar todo interés parcial en beneficio del destino común de todos los españoles' (Ortega) pero nuestro gobierno nace sobre la negación de ese destino común; Agapito Maestre escribe 'Nación' con mayúscula –señala– porque así lo hace Ortega.

'Destino' no dice en Ortega 'hado inexorable': la nación es destino porque no puede soslayarse, pero podemos aceptar o rechazar, asumir o combatir ese destino. No es el fatalismo huero de quien dice ser español porque no puede ser otra cosa. Se es español por el nacimiento, de modo inadvertido y casi natural, pero cuando se pone en cuestión la circunstancia que envuelve ese nacimiento se es español porque se afirma serlo. Es hora de ser español de modo afirmativo, porque la nación –desde la perspectiva de Ortega– es antes una voluntad que una esencia. Por eso no hay un modo unívoco y esencial de ser español –como se es producto de esas esencias nacionales del metafísico Bosch Gimpera– y por eso no acepta Maestre el título de 'nacionalista' español que aplican a Ortega los secesionistas con el afán de ponerlo a su escasa altura. La afirmación de ser español supone participación en un programa compartido que no es necesario y definitivo, sino construcción histórica. Así lo comprendió José Antonio Maravall –falangista de primera hora y eminente historiador y pensador– que situaba a Ortega lejos de la historiografía nacionalista. Pero, sobre todo, no es Ortega nacionalista porque –como bien señala Agapito Maestre– la nacionalidad no es 'la forma perfecta de vida colectiva' y a partir de esa constatación se abre paso la comprensión del modo de ser peculiar de los pueblos de Europa, caracterizado por una forma dual de vida 'la que viene de su fondo europeo, común con los demás, y la suya diferencial que sobre ese fondo se ha creado'. Aquí se entra en un terreno de enorme dificultad. El autor no deja de afrontar el catolicismo español ¿cabe expresión que haga más visible la citada dualidad? Europa es más que la suma de sus naciones, pero ese excedente que desborda las naciones ha de quedar aquí silenciado.

No diré más, porque el libro de Agapito Maestre Entretelas de España esconde secretos de enorme valor que el lector debe rastrear. Puedo asegurarles que al escritor de estas páginas no hay que suponerle el valor, porque lo acredita. Y el valor, estimado lector, es al menos un elemento necesario de la inteligencia y muy especialmente de la inteligencia política. Para plantear el problema hace falta valor, pero hace falta valor para rastrear una respuesta. Tratándose de valor es natural que el libro esté dedicado a Pedro de Tena que, como dice el autor, ha hecho de su vida una filosofía que da aliento a todos los que se resisten a aceptar el destino como una fuerza irrefrenable. Pues que se trata de valor, antes de abrir estas páginas conviene la taurina rogatoria: que Dios reparta suerte".

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