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Agapito Maestre

¡Perdón, monseñor Blázquez!

Pero si no hay arrepentimiento y propósito de enmienda por parte de los criminales de ETA, entonces de qué "perdón" está hablando el señor obispo.

Blázquez pide un imposible. El obispo de Bilbao solicita de las víctimas del terrorismo que "reciban y ofrezcan perdón". Imposible, porque sólo puede recibir perdón quien previamente lo haya pedido, pero, podría decir el señor Blázquez, ¿cuál es la culpa de la víctima para solicitar perdón de su verdugo? La metanoia, el cambio radical, que exige Blázquez de las víctimas, es peor que un sinsentido. Podría llegar a representar una forma cruel, deshumanizadora, del sufrimiento de las víctimas. Tampoco la víctima puede ofrecer su perdón, ojalá, porque nadie se lo ha pedido; todavía está por ver que un verdugo, un terrorista, le haya pedido perdón a su víctima. Que más quisieran las víctimas que constatar un arrepentimiento sincero y radical de los verdugos, de los asesinos, para poder ejercer el perdón, o sea, para poder liberarse efectivamente del pasado perverso y, borrada la ofensa, comenzar una relación nueva.

Pero si no hay arrepentimiento y propósito de enmienda por parte de los criminales de ETA, entonces de qué "perdón" está hablando el señor obispo. Quizá se refiera a un "cerrar los ojos" ante la perversidad, o quizá quiera indicarnos que todo pudiera arreglarse con un "simple olvido", algo que no provocase la humillación del otro por tener que pedir disculpas a su víctima, o quizá Blázquez prefiera renunciar a la humanización del perdón, que ha sido de una las mayores contribuciones del cristianismo a la cultura occidental, por un reconocimiento explícito de que una sociedad, tal es el caso de la vasca, puede perfectamente vivir sin perdón.

No seamos hipócritas. Digámoslo sin máscara. O Blázquez está sometido al síndrome de Estocolmo, una defensa enferma y patológica de sus verdugos, o está obsesionado por la doctrina de Bossuet: "El mundo lo perdona todo cuando se triunfa". En el primer caso, el señor obispo es digno de lástima, incluso de compasión; pero, en el segundo caso, debería ser susceptible de crítica, porque desconoce que el perdón nunca es un asunto de una colectividad sino de un compromiso personal. En cualquier caso, para salir de ese espíritu superficial, sí, de esa insistencia a que todo se olvide, al que Blázquez parece aspirar con estas declaraciones, recomiendo la lectura de "Olvidados" (editorial ADAHRA), un libro de Arteta y Galletero, que recoge los testimonios de trece víctimas de ETA. Aquí hay materia para hacer todo un tratado sobre el perdón, la memoria y la dignidad.

En fin, la categoría de perdón y, sobre todo, la humanización del perdón, recogida en la principal fórmula de la cultura cristiana ("…perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores"), corre el peligro de hacerse innecesaria en la vida democrática por el mal uso que de ella hace, paradoja entre las paradojas, un pastor de la iglesia católica.

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